El hecho del deslizamiento moral
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La eutanasia, una pasión
mortal
Prof. Gonzalo HERRANZ. Departamento
de Bioética de la Universidad de Navarra. 8-IX-95
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En ninguna otra situación médica
se cumple tan inexorablemente la realidad de la pendiente deslizante
moral.
El médico que considerara aceptable la práctica de una
sola eutanasia, si no abjurara de su error, si siguiera pensando que
hay vidas dispensables, nunca podrá dejar ya de administrar a
otros pacientes suyos la muerte que libera del dolor y de la decadencia
vital. Eso sucede porque en el alma de ese médico permanecen
restos descoyuntados (de su compasión, su justicia, su diligente
prevención del dolor) que facilitan ciegamente la acción
de un celo ahora mortal.
El drama moral de la eutanasia se desarrolla en cuatro etapas de eclipse
progresivo del respeto a la vida y a la persona.
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La primera vez es siempre «excepcional»
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Al principio, cuando el médico asiente a matar por compasión,
concibe la eutanasia como una intervención excepcional, un último
recurso, que solo se justifica en situaciones extremas de dolor torturante,
refractario a los tratamientos más enérgicos, y que solo
está autorizada como respuesta a una petición reiterada
y conmovedora de un paciente racional y lúcido. Ante lo inoperante
de los remedios sintomáticos y lo trágico de la situación
clínica, el médico se rinde ante la idea de que sólo
la muerte puede liberar a su paciente de su vida insoportable. Con temor
y temblor, lleno de angustia, por compasión, el médico
mata a su primer paciente. Pero rompe a la vez algo de inestimable valor:
su respeto máximo, virginal, a la vida.
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Si el médico no reacciona «evoluciona»,
y pasa de considerar sagrada la vida humana, a matar como otra forma
de tratamiento
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Si se arrepintiera y no volviera a hacerlo más, pondría
a salvo su vocación médica. Pero si autojustifica su acción,
si sigue creyendo que la eutanasia es una acción profesional
aceptable, ya no podrá salirse de la cascada eutanásica.
El médico, tras apostatar de su fe en el carácter sagrado
de la vida, caído en la superstición del absolutismo de
la calidad de vida, llega más o menos pronto, a la pesimista
y dramática conclusión de que no escasean las vidas que
no merecen ser vividas, tan penosas y carentes son de dignidad y valor
vital. En pocos años, bien en virtud de la legislación
permisiva o de la jurisprudencia tolerante, bien de la opinión
pública narcotizada por la prensa y la televisión, la
eutanasia, de ser un remedio excepcionalísimo, termina por convertirse
en un recurso médico casi ordinario, una opción terapéutica
como otra cualquiera, polémica como tantas otras que son aceptadas
por unos médicos y rechazadas por otros, de la que hablan mucho
las revistas profesionales. Sus resultados son auditados y comparados
con las alternativas terapéuticas. La eutanasia gana respetabilidad
y prestigio, pues se la presenta en sociedad como una intervención
rápida e indolora, exigente de competencia y buena práctica,
más cómoda, estética y económica, e incluso
más compasiva, que el tratamiento paliativo.
Bajo esa máscara de intervención ortodoxa y muy profesional,
la eutanasia gana plaza de acto médico ordinario, se presenta
como opción prioritaria para muchas situaciones clínicas,
en especial cuando es deseada y pedida por el enfermo o sus allegados.
En la situación de permanente escasez de recursos económicos
en que vivirá ya para siempre la medicina, la eutanasia terminará
por acreditarse como un tratamiento muy eficiente, de óptimo
cociente costo-beneficio, que aligera enormemente el gasto sanitario,
que da alivio a los circunstantes, y satisfacción a quien la
pide.
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Acaba pensando que lleva a cabo un bien social, incluso
si no tiene en cuenta la voluntad del paciente
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Y también a quien no la puede pedir. La eutanasia en ésta
tercera etapa brota de la potencia beneficiente, paternalista, del médico.
Si un doctor considera que la eutanasia es un servicio al que todos
tienen derecho, no podrá rehusarlo a quien está incapacitado
de pedirlo. El médico asume entonces, en virtud de su privilegio
terapéutico, la función de mandatario subjetivo de los
pacientes incapaces. Ante el demente, el malformado grave, o el vegetativo
persistente, el médico, perdido el máximo respeto por
la vida, razona así en su corazón: «Es horrible vivir
en esas condiciones de precariedad biológica o psíquica.
Nadie, en su razón cabal, querría vivir así. La
muerte es preferible a esa vida empobrecida. Yo, en su caso, exigiría
que me dieran la muerte dulce». El médico adquiere así
un poder discrecional sobre la vida y la muerte de los incapaces.
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Hasta considerar insolidarios a los que se le «resisten»,
o a sus familias
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Pero eso no es todo: el médico que tiene la eutanasia por acto
virtuoso terminará por juzgar que hay pacientes cuyo deseo de
seguir viviendo es irracional y caprichoso, pues considera que la vida
que ellos tienen por delante es biológicamente detestable, una
carga social intolerable, un despilfarro económico. Su argumento
dice así: «El deseo de vivir de algunos pacientes es un
antojo irracional, un lujo económico, una carga para los demás,
un abuso injusto, egoísta, insolidario. Satisfacer ese deseo
meramente vitalista de seguir viviendo, porque así lo demandan
los enfermos o quienes los representan, es, además de una injusticia,
un consumo irracional de recursos, económicos y humanos. Ese
dinero y ese esfuerzo laboral podrían ser invertidos en cosas
más beneficiosas e interesantes».
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Es la realedad
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No es ésta, por desgracia, una situación imaginaria: los
médicos generales holandeses declaran que el 10% de los actos
de eutanasia que ellos practican se dan en pacientes conscientes y capaces
de decidir, pero a los que, por razones paternalistas, no se les consulta
acerca de la eutanasia que se les aplica.
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Su propia psicología le lleva al médico
a no parar... una vez que comienza a matar a sus enfermos
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Si el médico sucumbe a la tentación de la eutanasia y
no da marcha atrás, será muy difícil que deje de
matar. Porqué si es éticamente congruente consigo mismo,
y cree que está haciendo algo bueno, se vera obligado, movido
por los restos de justicia y beneficencia que quedan en su alma, a aplicar
la eutanasia a casos cada vez menos dramáticos, a vidas a las
que considera, ahora o un poco más adelante, carentes de la necesaria
calidad.
Sólo en el respeto absoluto es posible concluir que todas las
vidas humanas son dignas, que ninguna es dispensable o indigna de ser
vivida. El médico respetuoso evalúa con lucidez humilde
y realista la limitada eficacia de los medios técnicos de que
dispone, reconoce su finitud, y se abstiene de emplearlos fútilmente,
con obstinación y sin juicio. Y porque cree en el valor inestimable
de la vida terminal, de la mera vida vegetativa del hombre, la atiende
con los cuidados paliativos.
El respeto absoluto a la vida es un valor fundamental. Aún el
médico más íntegro y recto necesita protegerse
contra los excesos de sus virtudes.
La eutanasia hiere a la medicina también como empresa científica.
Si los médicos trabajaran en un ambiente en el que se supieran
impunes tanto si tratan como si matan a ciertos pacientes, se irían
volviendo indiferentes hacia determinados tipos de enfermedad, y se
mustiaría la investigación en vastas áreas de la
patología: no habría entonces razones para indagar en
los mecanismos patogénicos de la senilidad, de la degeneración
cerebral, de la enfermedad terminal cancerosa, de las malformaciones
bioquímicas o morfológicas. La eutanasia frena el progreso
de la medicina.
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