LA CARA OCULTA

La cara oculta del mundo de los grandes discapacitados

Del libro: "No ser una silla". Egea, Navarro, Ochandorena, de Ponga, Recalde y Calatayud, p. 69ss

 

 

 

No es toda la verdad

 

La hemos encontrado tanto en nosotros mismos como en la sociedad en general: grupos, instituciones, familia. Hemos descubierto que las personas ocultamos aquello que por diferentes motivos no deseamos que sea conocido por los demás. A veces hasta cada uno hubiéramos querido, a nivel más o menos consciente, que permaneciera oculto.

Con frecuencia exigimos que los demás nos dediquen su tiempo, creyendo ser el ombligo del mundo, o al menos como si lo fueramos. Tras una silla de ruedas, tras la etiqueta de gran inválido, es posible que ocultemos una actitud de rebeldía, de inconformismo o por el contrario, una actitud sumisa, derrotista, cómoda, dependiente y crítica.

Aunque a veces parezca que personas con graves minusvalías vivimos tranquilos y en paz, predomina en nosotros un conformismo que por inercia lo mantenemos refugiándonos en el grupo. Es mucho más cómodo sentirse minusválido entre los minusválidos que entre los considerados válidos.

 

 

La situación en que vivimos, un gran enemigo

 


Pudiera parecer que fuera lógico el que adoptásemos actitudes de solidaridad, apoyo, etc., y sin embargo, si bien hay excepciones, el individualismo, la insolidaridad y el egoísmo prevalecen en nuestras vidas.

En general, nos resulta difícil ponernos en el lugar de los demás; sin embargo, nos gusta que nos comprendan y se pongan en el nuestro. Nos autocompadecemos demasiado y «nos acostumbramos» a ser grandes inválidos. El dolor, la impotencia, la limitación, nos incitan a mirar hacia nosotros y salir de uno mismo nos resulta muy difícil.

Chantajeamos a veces con nuestra situación para conseguir lo que queremos; otras escondemos nuestras frustraciones, nuestras fantasías, la soledad no elegida. Difícil se hace compartir con alguien penas y alegrías. Difícil y muy raro, encontrar alguna persona con la que nos atrevamos a ser nosotros mismos, sin miedo a quedarse desnudo, llorando si te sale llorar, en silencio si no surgen las palabras o deprimido si es ése el estado en que nos encontramos.

Un residente nos contaba cómo no encontraba persona que le escuchase: «Con apariencia de ser sociable y de tener muchos amigos, mi cara oculta no deja ver la gran soledad que siento, soledad rota por las lágrimas que en medio de la noche, refugiándome entre sábanas, donde todavía encuentro un mínimo de intimidad, que en mi situación actual me es posible vivenciar.

Allí es donde, en el minúsculo espacio interno de intimidad que me queda, voy recordando episodios de mi pasado, hechos, acontecimientos, personas. A veces, como si de una película se tratara, recorro mi historia y voy sopesando aciertos y errores, triunfos y fracasos. Allí me atrevo a reconocer mis miedos, mi impaciencia por saber qué rostro aparecerá por la mañana, sí agradable, en cuyo caso me facilitará comenzar el día más a gusto y relajado o por el contrario, me sentiré humillado cuando, como a un niño pequeño, me tengo que dejar lavar, frente a un rostro duro, que aunque profesional, refleja no tener, al menos en apariencia, la mínima brizna de comprensión humana».

 

 

La inevitable incomprensión

 

 

 


Aunque nosotros no lo haríamos mejor, hemos descubierto en familiares y amigos que, cuando nos visitan, es difícil compartir situaciones de dolor, de sufrimiento, y eso hace que apenas puedas desahogarte, no te dan la oportunidad para ello. Por ejemplo, cuando vienen a vernos nos preguntan qué tal estamos y sin dejar que contestes lo hacen ellos por nosotros: «Bien, ¿verdad?». Cuesta tanto a veces escucharnos, por nuestro ritmo lento, por la dificultad en el hablar, que es más sencillo que te cuenten cosas y cosas y marchen tan contentos, porque quienes se han desahogado han sido ellos. Hemos observado (sin ánimo de juzgarles) que les resulta difícil enterarse de cómo vivimos. Es más cómodo creer que todo marcha sobre ruedas y que estamos muy bien atendidos y muy contentos. De este modo vuelven a sus casas más satisfechos.

No cabe duda que, de un tiempo a esta parte, la sociedad va tomando conciencia de la problemática del sector de grandes discapacitados, tanto los que nos beneficiamos de los servicios asistidos residenciales en instituciones públicas o privadas, como aquellos que son atendidos en sus casas. No somos personas de segunda o de tercera categoría, sino individuos con los mismos derechos de los que se dicen no discapacitados. Supone un avance que los poderes públicos organicen y estructuren centros que respondan a la demanda social. Pero, a pesar de ello, consideramos que los responsables de la administración y los de sanidad no han tomado con suficiente seriedad a este sector.

 

 

Discapacitados bien capaces

 


Nadie al hablar de Stephen Hawking piensa en él como discapacitado, sino como el creador de la Teoría de los agujeros negros en el universo. Ni de Beethoven, a pesar de su profunda sordera ni de tantos otros que han aportado y siguen enriqueciendo a la sociedad con sus talentos.

Personas como Wayne Rainey, tres veces ganador del gran premio de 500 c.c. en el circuito Misano (Italia), quien sufrió un grave y aparatoso accidente en septiembre del 93, quedando en silla de ruedas, se integran con rapidez socialmente, desarrollando las capacidades residuales válidas, porque gozan de una situación socioeconómica por encima de la media.

En nuestro entorno, también hay alguna que otra excepción, pero la gran mayoría de quienes estamos en residencias, no tenemos la oportunidad de seguir desarrollando las capacidades que nos quedan y que son necesarias e indispensables para lograr de igual manera la integración.

 

 

Síntomas de claro progreso

 


La sociedad permanece tranquila al saber que estamos bien alimentados, jugando a cartas o viendo la tele. En definitiva, bien protegidos y, sobre todo, en silencio. Aun así, hay que reconocer que también existen algunas residencias en las cuales el ambiente es acogedor y positivo, donde las personas cuentan. Sabemos que el sufrimiento compartido alivia a la persona. Ser escuchado sin ser juzgado, ser aceptado tal cual se es y en la circunstancia concreta de discapacidad, nos proporciona felicidad.

No hace mucho en TVE se transmitió un programa acerca de un hospital o clínica de Catalunya, donde enfermos terminales eran tratados con gran humanidad. Colaborando con las familias y trabajando en equipo, ayudan al enfermo a aceptar la proximidad de la muerte, el desenlace final y para ello no escatiman medios. Uno de los médicos que intervino decía que es tal la gratificación que supone proporcionar dicho servicio, que realmente merecen la pena los esfuerzos y el tiempo invertido por la riqueza inmaterial que se deriva de dicho trabajo.

¡Ojalá se aprendiera de estas personas que organizan y desarrollan el buen funcionamiento y fomentan el intercambio de experiencias de vida!

 

 

 

Protagonistas

 

 

 

 

Alfonso Carlos Recalde. Nació en Unciti y tiene 61 años. De ellos, más de 43 los ha pasado en silla de ruedas a causa de la enfermedad Ataxia de Friedreich.

Juan José Ochandorena. Nació en Labayen en 1932. Trabajó en el campo y como camionero. Quedó parapléjico a causa de una caída.

Conchita Navarro. Nació hace 50 años en Pamplona. Trabajó como profesora de EGB especializada en reeducación de¡ lenguaje. A los 38 años adquirió una doble enfermedad: Wilson y Parkinson.

Pedro Egea. Nació en Madrid en 1933 y reside en el Centro Infanta Elena de Pamplona. Hace cinco años le diagnosticaron Esclerosis Lateral Amiotráfica (ELA).

Armando de Ponga. Nació en León en 1943 y desde los seis años es vecino de Irurtzun. A los 36 años le apareció la enfermedad de Steinert.

José Luis Calatayud. Gran minusválido. Es el autor de los dibujos.

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