No es toda la verdad
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La hemos encontrado tanto en nosotros mismos
como en la sociedad en general: grupos, instituciones,
familia. Hemos descubierto que las personas ocultamos
aquello que por diferentes motivos no deseamos que sea
conocido por los demás. A veces hasta cada uno
hubiéramos querido, a nivel más o menos
consciente, que permaneciera oculto.
Con frecuencia exigimos que los
demás nos dediquen su tiempo, creyendo ser el ombligo
del mundo, o al menos como si lo fueramos. Tras una silla de
ruedas, tras la etiqueta de gran inválido, es posible
que ocultemos una actitud de rebeldía, de
inconformismo o por el contrario, una actitud sumisa,
derrotista, cómoda, dependiente y
crítica.
Aunque a veces parezca que personas
con graves minusvalías vivimos tranquilos y en paz,
predomina en nosotros un conformismo que por inercia lo
mantenemos refugiándonos en el grupo. Es mucho
más cómodo sentirse minusválido entre
los minusválidos que entre los considerados
válidos.
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La situación en que vivimos, un gran
enemigo
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Pudiera parecer que fuera lógico el que
adoptásemos actitudes de solidaridad, apoyo, etc., y
sin embargo, si bien hay excepciones, el individualismo, la
insolidaridad y el egoísmo prevalecen en nuestras
vidas.
En general, nos resulta
difícil ponernos en el lugar de los demás; sin
embargo, nos gusta que nos comprendan y se pongan en el
nuestro. Nos autocompadecemos demasiado y «nos
acostumbramos» a ser grandes inválidos. El
dolor, la impotencia, la limitación, nos incitan a
mirar hacia nosotros y salir de uno mismo nos resulta muy
difícil.
Chantajeamos a veces con nuestra
situación para conseguir lo que queremos; otras
escondemos nuestras frustraciones, nuestras
fantasías, la soledad no elegida. Difícil se
hace compartir con alguien penas y alegrías.
Difícil y muy raro, encontrar alguna persona con la
que nos atrevamos a ser nosotros mismos, sin miedo a
quedarse desnudo, llorando si te sale llorar, en silencio si
no surgen las palabras o deprimido si es ése el
estado en que nos encontramos.
Un residente nos contaba
cómo no encontraba persona que le escuchase:
«Con apariencia de ser sociable y de tener muchos
amigos, mi cara oculta no deja ver la gran soledad que
siento, soledad rota por las lágrimas que en medio de
la noche, refugiándome entre sábanas, donde
todavía encuentro un mínimo de intimidad, que
en mi situación actual me es posible
vivenciar.
Allí es donde, en el
minúsculo espacio interno de intimidad que me queda,
voy recordando episodios de mi pasado, hechos,
acontecimientos, personas. A veces, como si de una
película se tratara, recorro mi historia y voy
sopesando aciertos y errores, triunfos y fracasos.
Allí me atrevo a reconocer mis miedos, mi impaciencia
por saber qué rostro aparecerá por la
mañana, sí agradable, en cuyo caso me
facilitará comenzar el día más a gusto
y relajado o por el contrario, me sentiré humillado
cuando, como a un niño pequeño, me tengo que
dejar lavar, frente a un rostro duro, que aunque
profesional, refleja no tener, al menos en apariencia, la
mínima brizna de comprensión
humana».
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La inevitable
incomprensión
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Aunque nosotros no lo haríamos mejor, hemos
descubierto en familiares y amigos que, cuando nos visitan,
es difícil compartir situaciones de dolor, de
sufrimiento, y eso hace que apenas puedas desahogarte, no te
dan la oportunidad para ello. Por ejemplo, cuando vienen a
vernos nos preguntan qué tal estamos y sin dejar que
contestes lo hacen ellos por nosotros: «Bien,
¿verdad?». Cuesta tanto a veces escucharnos, por
nuestro ritmo lento, por la dificultad en el hablar, que es
más sencillo que te cuenten cosas y cosas y marchen
tan contentos, porque quienes se han desahogado han sido
ellos. Hemos observado (sin ánimo de juzgarles) que
les resulta difícil enterarse de cómo vivimos.
Es más cómodo creer que todo marcha sobre
ruedas y que estamos muy bien atendidos y muy contentos. De
este modo vuelven a sus casas más satisfechos.
No cabe duda que, de un tiempo a
esta parte, la sociedad va tomando conciencia de la
problemática del sector de grandes discapacitados,
tanto los que nos beneficiamos de los servicios asistidos
residenciales en instituciones públicas o privadas,
como aquellos que son atendidos en sus casas. No somos
personas de segunda o de tercera categoría, sino
individuos con los mismos derechos de los que se dicen no
discapacitados. Supone un avance que los poderes
públicos organicen y estructuren centros que
respondan a la demanda social. Pero, a pesar de ello,
consideramos que los responsables de la
administración y los de sanidad no han tomado con
suficiente seriedad a este sector.
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Discapacitados bien capaces
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Nadie al hablar de Stephen Hawking piensa en él como
discapacitado, sino como el creador de la Teoría de
los agujeros negros en el universo. Ni de Beethoven, a pesar
de su profunda sordera ni de tantos otros que han aportado y
siguen enriqueciendo a la sociedad con sus talentos.
Personas como Wayne Rainey, tres
veces ganador del gran premio de 500 c.c. en el circuito
Misano (Italia), quien sufrió un grave y aparatoso
accidente en septiembre del 93, quedando en silla de ruedas,
se integran con rapidez socialmente, desarrollando las
capacidades residuales válidas, porque gozan de una
situación socioeconómica por encima de la
media.
En nuestro entorno, también
hay alguna que otra excepción, pero la gran
mayoría de quienes estamos en residencias, no tenemos
la oportunidad de seguir desarrollando las capacidades que
nos quedan y que son necesarias e indispensables para lograr
de igual manera la integración.
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Síntomas de claro progreso
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La sociedad permanece tranquila al saber que estamos bien
alimentados, jugando a cartas o viendo la tele. En
definitiva, bien protegidos y, sobre todo, en silencio. Aun
así, hay que reconocer que también existen
algunas residencias en las cuales el ambiente es acogedor y
positivo, donde las personas cuentan. Sabemos que el
sufrimiento compartido alivia a la persona. Ser escuchado
sin ser juzgado, ser aceptado tal cual se es y en la
circunstancia concreta de discapacidad, nos proporciona
felicidad.
No hace mucho en TVE se
transmitió un programa acerca de un hospital o
clínica de Catalunya, donde enfermos terminales eran
tratados con gran humanidad. Colaborando con las familias y
trabajando en equipo, ayudan al enfermo a aceptar la
proximidad de la muerte, el desenlace final y para ello no
escatiman medios. Uno de los médicos que intervino
decía que es tal la gratificación que supone
proporcionar dicho servicio, que realmente merecen la pena
los esfuerzos y el tiempo invertido por la riqueza
inmaterial que se deriva de dicho trabajo.
¡Ojalá se aprendiera de
estas personas que organizan y desarrollan el buen
funcionamiento y fomentan el intercambio de experiencias de
vida!
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