"ESTUVE AL BORDE DEL SUICIDIO"

 

LAURA PASTOR, PARAPLÉJICA

DESDE LOS 30 AÑOS

 

"Claro que entiendo a quienes suplican que alguien les mate. Yo no necesitaba pedirlo: tenía mis brazos para suicidarme. No quería vivir con un cuerpo así. Años más tarde lo intenté. Tenía la mente nublada por una furia salvaje. Pero me alegro de no haberlo conseguido, mi hija de 7 años me necesitaba. Me quedan tantas cosas por hacer...".

 

Teresa Olazábal. TELVA, julio, 1999

 

"Sentí que mi dignidad se iba por la sonda que me unía a una bolsa de orina para siempre. La humillación de no controlar tu cuerpo puede más que el dolor"

 

Se diga lo que se diga, cuesta mucho


¿Que si soy feliz? Bueno... después de 10 años, tengo momentos mejores y peores. Yo no soy estable de carácter ¿sabes? Hay días que lloro por mis piernas. Sobre todo si oigo tacones en la calle. Ese tac-tac-tac que hacía yo cuando andaba todavía me duele y me da un mal rollo espantoso.

 

 

El drama de una inocente que era feliz


"LA BALA ME PARTIÓ LA COLUMNA... Y SUPE QUE NO VOLVERÍA A ANDAR"

Aquel día hacía sol y yo tenía una sorpresa preparada para mi marido y mi hija. Cocido Maragato ¡en California! Claro que era difícil encontrar los ingredientes en Estados Unidos -donde vivíamos desde hacía 3 años- pero yo siempre conseguía lo que me proponía. Yo era una de las enfermeras más eficientes de mi departamento. Mi cocido estaba ya en su punto cuando llamaron a la puerta. Y abrí. Ese fue mi error. Abrir la puerta a una desquiciada de 18 años a la que no conocía, que atropelladamente me decía que estaba enamorada de mi marido, que yo interfería en su camino y que por eso yo tenía que desaparecer. Yo no entendía nada... pero sacó una pistola de su bolso y cuando intenté huir ella me disparó. ¿Y sabes qué? Lo noté perfectamente. La bala me partió la columna... en aquel momento supe que no volvería a andar. Dos semanas más tarde me convertí en una mujer amargada.

 

 

En muy poco tiempo cambia el tono de la vida


"DEJÉ DE SONREIR Y AMARGABA A MI FAMILIA"

Cuando volví a mi casa del hospital era una mujer sin sonrisa, con un rictus agresivo y una furia que me sacudía por dentro. Sin querer, atacaba a mi marido y a mi hija de 7 años, haciéndoles la vida imposible. ¡Sólo tenía 30 años y era una inválida! Laura, la aventurera, la presumida, la loca de los viajes, la que soñaba con embarcar con su hija en un crucero por el mundo, la enfermera independiente y presumida, un poco fanática del jogging y del body building era una amargada. Siempre había sido una mujer inquieta, cada tres meses me cansaba de estar en un sitio y me subía a un avión con la niña, para ir a España, a Alemania o a Nueva York. Mi marido me dejaba ser así. Por eso el día antes de mi accidente mi sueño era recorrer el mundo en un barco con Natalia.

Pero el destino me ató a esta silla. Yo no creo mucho en Dios... Creo más bien en un destino que me paró los pies para que no siguiera danzando de un lado para otro. Algo o alguien me puso el disfraz de inválida sobre una personalidad viva, independiente, caprichosa, coqueta, aventurera. Reconstruir tu persona sobre este disfraz es muy difícil.

Y por eso cuando desperté... me sumergí en un infierno.

 

 

La depresión es tal, que ya nada vale la pena


" ME ORINABA ENCIMA Y ME SENTÍA MORIR"

Mi marido se marchaba a las seis de la mañana a trabajar, la niña al colegio, y yo... me quedaba sentada en una butaca hora tras hora. Mirando a un punto fijo. Con la vista pegada a una mochila que la niña había dejado en mitad del salón y yo no podía recogerla. Con un pañal puesto. Sentía como la furia me bloqueaba, me daban ataques de rebeldía salvaje... Era horrible. Horrible. Y luego esa sensación... de que te haces pis encima. Y defecas encima. Y te sientes morir. Tu cuerpo se convierte en algo repugnante. Aquello no era vida. No era vida. Claro que entiendo lo de aquel gallego que pedía la eutanasia, Ramón Sampedro. Él decía que «una vida así no merece la pena ser vivida». Creo que sentía algo parecido a lo que yo.

 

Lo peor no es el dolor ni la inmovilidad


Te diré una cosa: la humillación tiene más fuerza que el dolor. Lo que me causó el shock, el impacto brutal, no fue la inmovilidad de mis piernas, fue el no poder hacer mis necesidades, el no controlar mi cuerpo. Yo misma me daba asco. Me sentía tan humillada.

Entonces pensaba en matarme. Claro. Lo pensé mucho. Y el médico me decía que tenía que esperar seis meses para comprobar cuánta movilidad había perdido realmente y yo le decía ¿así? No, yo así no quiero vivir. Y le aseguraba que a los seis meses, si no podía andar, me suicidaría. Y él me decía «comprendo cómo se siente», pero era mentira. Sólo lo comprendemos los que hemos pasado por algo así. Nadie puede imaginarse cómo te sientes cuando piensas que tu cuerpo ha perdido su dignidad.

 

 

Lo peor es reconocer la propia insignificancia


"SIEMPRE SUEÑO QUE ESTOY ANDANDO"

Por las noches, en mis sueños, aparezco siempre andando, y al despertar, cuando abro los ojos, la silla es siempre lo primero que veo. Todas las mañanas recibo una bofetada de realidad, por si acaso se me había olvidado, y por eso tengo con mi silla una relación de amor-odio. La odio porque minuto a minuto me dice que soy inválida. Pero la amo también, porque sin ella no me podría levantar de la cama y mirar de frente a los demás.

Lo de mirar de frente a las personas es importante. Recuerdo una mañana que la niña había estado jugando con mi silla y después se fue al colegio. Cuando me desperté, no la tenía al lado de la cama y tuve que arrastrarme por la casa para alcanzarla. En ese momento entró la asistenta en casa. Y me sentí muy humillada. Aquello fue un bajón que me duró varias semanas.

Muchos creéis que lo importante ante las dificultades es el alma y los sentimientos, que lo físico es secundario, pero no: cargar con tu bolsa de orina cuando hay invitados en casa es humillante. Ver tu cuerpo deformado en el espejo es un choque brutal. Dejarte desnudar, duchar y lavar por desconocidos es horrible. Y pedir ayuda. Es muy difícil, porque pedir equivale a reconocer que no puedes, y para eso, hace falta crecer por dentro.

 

Considerarse además una carga

 


Todas estas cosas te llevan a sufrir una crisis de identidad. En esas ocho horas que pasaba sola en casa, mirando al techo, me preguntaba ¿soy mujer o no soy mujer? Y no sabía responder. Tiré a la basura mis zapatos de tacón, mis medias, mis vestidos de fiesta. Ya no podía limpiar la casa, ni cocinar, ni cuidar de mi hija, que era mi obligación de madre, y mi vida sexual con mi marido se había roto. Y no sólo la vida sexual, sino mi sensación de ser mujer. Mi vocación profesional -yo era enfermera- y mi independencia económica también se esfumaron.

Y entonces te quedas ocho horas en casa pensando en que no sabes quién eres ni para qué sirves y comprendes que no merece la pena vivir. Ni por ti, ni por los demás, porque ya no les das nada y sólo eres una carga para ellos. Asexuada y necesitada, era una especie de parásito que necesitaba de los demás para sobrevivir.

 

 

Descubrir la propia utilidad


"MI HIJA, NATALIA, TENÍA 7 AÑOS ¡Y ME NECESITABA!"

Por las tardes, mi hija Natalia me miraba, se abrazaba a mí y lloraba despacito. Yo estaba ofuscada y rabiosa al verla privada de la madre que a ella le encantaba tener: esa mamá imprevisible que tanto le divertía. Pero, aunque yo no me diera cuenta, ella sufría mucho viéndome así. En algún momento empecé a comprender que mi niña me necesitaba. Mi marido intentaba cuidarme, pero nuestra relación se estaba rompiendo. Él estaba fuera de casa todo el tiempo y no representó un apoyo para mí. Pero Natalia necesitaba que yo existiera. Eso me hizo ver que todavía podía ayudar, que todavía era útil. Y eso lo cambiaba todo. Eso era vital.

 

 

Convertir la vida en un reto devuelve la autoestima


"LOS ENFERMOS QUE SE SUICIDAN LO HACEN PORQUE SIENTEN QUE MOLESTAN Y SOBRAN"

He pensado mucho todos estos años. En las sociedades más antiguas, el abuelo, el bebé, el niño, el enfermo, todos tienen un papel dentro de la familia. Se necesitan, y a nadie se le pasa por la cabeza suicidarse. Todos viven juntos, y se ayudan y se necesitan entre sí. Esa es la diferencia con las sociedades avanzadas. En el mundo moderno, todos son independientes y muchos viven solos, pero cuando nadie te necesita es como si ya no fueras persona. Entonces te sientes un bicho y no un humano.

Cuando alguien pide la eutanasia o se suicida es porque llega a un extremo de desesperación en el que ya no se sienten parte de la humanidad, se sienten excluídos. Muchos se quitan la vida para no ser un estorbo, pero a veces, detrás de ese acto supuestamente heroico, hay miedo. Les resulta imposible enfrentarse a la vida. Le tienen más miedo a la vida que a la muerte. Pero a esa gente hay que entenderla y ayudarla haciéndoles sentir que su existencia es importante para ti, es demasiado fácil condenarles por pedir la eutanasia. Por eso, cuando noté que mi hija me necesitaba, empecé, poco a poco, a salir de aquel abismo. Me convencieron de que me hiciera voluntaria visitando a los que también estaban como yo. La sensación de que ayudas a otros te devuelve un poco a la persona que hay en ti. Y luego, las metas. En seis meses tenía que conseguir limpiar la casa, en dos meses aprender a ducharme sola, en un año conducir un coche. Y los viajes, que tenía que poder hacerlos sola. Los retos te devuelven la autoestima.

 

 

 

Pero el riesgo de volver a romperse es mayor


"LO PEOR NO ES EL DOLOR, SINO LA SOLEDAD"

Mejoré mucho aquellos años, pero mi matrimonio, desde el accidente, no marchaba bien y acabó por romperse. Y entonces fue como si todo volviera a empezar. Me hundí de nuevo. Volví a odiar mi cuerpo, a sentirme un parásito. Y un día me bebí una botella de whisky con una caja de valium.

(...)

Me salvaron. Mi hija me salvó otra vez.

(...)

No te impresiones... Quitarte la vida es muy fácil, te lo aseguro. No es una cosa del otro mundo. Yo he estado coqueteando con el suicidio durante todos estos años. El accidente me hizo perder el miedo a la muerte. Yo, cuando recibí el tiro, creía que me iba a morir, vi la muerte y la acepté. Al salvarme, comprendí que la muerte no era para tanto. No tengo miedo a nada. Al dolor físico no le tengo miedo. Es peor la humillación, la soledad.

Los psiquiatras me han dicho que no había superado mi accidente. Salir adelante me va a costar toda una vida. Es muy duro ser parapléjica. Sobre mi silla de ruedas, la gente no ve una persona, ve un problema. Y yo a veces también.

 

La importancia de sentirse persona


Pero ahora me alegro. Estoy contenta de no haberlo conseguido. Creo que al rendirme hubiera provocado mucho desaliento a mi hija y a mi familia. Un suicidio crea una atmósfera de pesimismo que tira a los demás para abajo, y a veces ellos se sienten culpables.

Y los retos que he conseguido después... también merecen la pena. Te parecerá extraño pero una de las mejores experiencias ha sido recuperar mi vida afectiva y sexual. Hasta ahora no es que tuviera un impedimento físico, sino que no me sentía mujer. Recuperar el amor y el sentir que das, que te entregas, que te valoran, te necesitan y te sienten como una mujer es impresionante. Ha sido otro gran vuelco en mi vida. Ahora las cosas tienen otro brillo, y yo, otra alegría y seguridad.

 

A pesar de todo se puede ser muy normal


Ahora tengo amigos que me consultan sus problemas o mantengo conversaciones por Internet con amigos tetraplégicos que pierden la esperanza. Muchos se sienten muy solos. Hay gente que me dice que le ayuda hablar conmigo, que les sube el ánimo cuando me ven, que le doy buen rollo. ¿Que si les ayudo? No sé si tanto... Pero puede que les haya dado algún empujoncito. Algunos me los han dicho. Simplemente por eso, y por mi hija, ya no merecía la pena morir. Ahora lo tengo claro... si puedo compartir, si puedo sentir, si puedo ayudar a los demás, entonces puedo vivir.

 

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