Cuando
las palabras engañan |
LA
batalla de las ideas libra su primera escaramuza en la batalla de las
palabras. Quienes imponen sus acuñaciones verbales acaban, tarde
o temprano, infiltrándose en el ánimo social que, al ceder
a la tropelía lingüística, muestra su permeabilidad
a posteriores y más definitivas claudicaciones. Cuando se inicia
un proceso de tergiversación semántica podemos anticipar
cuáles serán sus consecuencias, nunca inocentes. Se empieza
cediendo en el significado de las palabras y se acaba entregando sin
disputa la realidad que dichas palabras representan. Quienes defienden
la legalización de la eutanasia han impuesto un sintagma excluyente
que destierra a las tinieblas exteriores a quienes oponen reparos jurídicos,
filosóficos o morales a su vindicación. Me refiero, claro
está, a la expresión «derecho a morir dignamente»,
que los apologistas de la eutanasia al principio empleaban con un propósito
eufemístico, y cuyo uso ya ha contaminado el lenguaje coloquial,
incluso el lenguaje periodístico, que se presume imparcial y
ecuánime. Se trata, además, de una contaminación
alevosa, pues, bajo su apariencia más o menos inocua, se incluye
una intención ferozmente capciosa.
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Luego
mienten las imágenes |
Cuando
decimos «derecho a morir dignamente» dictaminamos, por pura
y simple eliminación, que aquellas personas que deciden soportar
el dolor o los impedimentos físicos mueren «indignamente».
Así se establecía, con esa sumaria caracterización
que permiten las imágenes, en la reciente película de
Amenábar: si en verdad el propósito de Mar adentro
hubiese sido como rezaba la propaganda celebrar la capacidad
decisoria del hombre que resuelve soberanamente si su vida merece la
pena ser vivida, la opción del personaje interpretado por José
María Pou se habría mostrado tan respetable tan
digna como la del protagonista encarnado por Javier Bardem. Pero,
en lugar de aspirar a comprender, en su infinita gama de matices, las
diversas actitudes con las que una persona agonizante o maltrecha se
enfrenta a su propia muerte, aquella película incurría
en el maniqueísmo más tosco, caricaturizando al personaje
que prefería seguir viviendo y elevando a los altares del santoral
laico al que decidía «morir dignamente», tomándose
un chupito de cianuro.
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Los
dignos y los indignos |
No
hay tertulia radiofónica o televisiva sobre la eutanasia que
no incluya la expresión mencionada como sinónimo de la
eutanasia; incluso la prensa escrita incurre con frecuencia en esta
perversión lingüística. Pero cada vez que, por dejadez
o perfidia, se habla del «derecho a morir dignamente» se
está confinando en un lazareto de proscripción a quienes,
postrados en un lecho o atados a una silla de ruedas, resisten la tentación
del suicidio y sobrellevan el dolor, también a quienes los asisten
abnegadamente. Así, resistir a la tentación de la muerte,
esforzarse por vivir y sobreponerse al sufrimiento se convierte en una
«indignidad» propia de pringados; y quienes profesan esta
forma de coraje son calificados siquiera de forma tácita
de fardos que la sociedad carga con disgusto y hastío. Hoy nos
conformamos con recluirlos en un gueto de «indignidad»;
quizá mañana arbitremos los mecanismos legales para administrarles
por obligación una muerte «digna» e indolora.
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Pero
la sabiduría ancestral ... |
Ahora
que las perversiones lingüísticas imponen su dictadura
rampante, conviene que nos alimentemos con palabras que aún
no hayan extraviado su significado originario. Como las que Sancho
pronuncia llorando, en el capítulo último del Quijote:
«No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome
mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que
puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más
ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que
las de la melancolía».
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