Aunque se mantiene la doctrina tradicional debe ser precisada
para responder a los nuevos problemas planteados
Por encima de diferencias filosóficas o ideológicas,
estos principios tienen una viva conciencia de los derechos de la persona
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Declaración sobre la Eutanasia
Congregación para la Doctrina de la Fe 27-VI-80
Los derechos y valores inherentes a la persona humana
ocupan un puesto importante en la problemática contemporanea.
A este respecto, el Concilio Ecuménico Vaticano II ha reafirmado
solemnemente la dignidad excelente de la persona humana y de modo particular
su derecho a la vida. Por ello ha denunciado los crímenes contra
la vida, como «homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto,
eutanasia, y el mismo suicidio deliberado» (Gaudium et Spes, 27).
La Sagrada Congregación para la Doctrina de la
Fe, que recientemente ha recordado la doctrina acerca del aborto procurado,
juzga oportuno proponer ahora la enseñanza de la Iglesia sobre
el problema de la Eutanasia.
En efecto, aunque continúen siendo siempre válidos
los principios enunciados en este terreno por los últimos Pontifices,
los progresos de la medicina han hecho aparecer, en los recientes años
nuevos aspectos del problema de la eutanasia que deben ser precisados
ulteriormente en su contenido ético.
En la sociedad actual, en la que no raramente son cuestionados
los mismos valores fundamentales de la vida humana, la modificación
de la cultura influye en el modo de considerar el sufrimiento y la muerte;
la medicina ha aumentado su capacidad de curar y de prolongar la vida
en determinadas condiciones que a veces ponen problemas de carácter
moral. Por ello los hombres que viven en tal ambiente se interrogan
con angustia acerca del significado de la ancianidad prolongada y de
la muerte, preguntándose consiguientemente si tienen el derecho
de procurarse a si mismos o a sus semejantes la «muerte dulce»,
que serviría para abreviar el dolor y sería, según
ellos, más conforme con la dignidad humana.
Diversas Conferencias Episcopales han preguntado al
respecto a esta Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe,
la cual, tras haber pedido el parecer de personas expertas acerca de
los varios aspectos de la eutanasia, quiere responder con esta Declaración
a las peticiones de los obispos, para ayudarles a orientar rectamente
a los fieles y ofrecerles elementos de reflexión que puedan presentar
a las autoridades civiles a propósito de este gravísimo
problema.
La materia propuesta en este documento concierne ante
todo a los que ponen su fe y esperanza en Cristo, el cual mediante su
vida, muerte y resurrección ha dado un nuevo significado a la
existencia y sobre todo a la muerte del cristiano, según las
palabras de San Pablo: «pues si vivimos, para el Señor vivimos;
y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos,
sea que muramos, del Señor somos» (Rom. 14, 8; Flp.1, 20).
Por lo que se refiere a quienes profesan otras religiones,
muchos admitirán con nosotros que la fe -si la condividen- en
un Dios Creador, Providente y Señor de la vida confiere un valor
eminente a toda persona humana y garantiza su respeto.
Confiamos, sin embargo, en que esta Declaración
recogerá el consenso de tantos hombres de buena voluntad, los
cuales, por encima de diferencias filosóficas o ideológicas,
tienen una viva conciencia de los derechos de la persona humana. Tales
derechos, por lo demás, han sido proclamados frecuentemente en
el curso de los últimos años en declaraciones de Congresos
Internacionales; y tratándose de derechos fundamentales de cada
persona humana, es evidente que no se puede recurrir a argumentos sacados
del pluralismo político o de la libertad religiosa para negarles
valor universal.
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Consecuencias del carácter sacro de la persona
comunmente admitido
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I. VALOR DE LA VIDA HUMANA
La vida humana es el fundamento de todos los bienes,
la fuente y condición necesaria de toda actividad humana y de
toda convivencia social. Si la mayor parte de los hombres creen que
la vida tiene un carácter sacro y que nadie puede disponer de
ella a capricho, los creyentes ven a la vez en ella un don del amor
de Dios, que son llamados a conservar y hacer fructificar. De esta última
consideración brotan las siguientes consecuencias:
1. Nadie puede atentar contra la vida de un hombre inocente
sin oponerse al amor de Dios hacia él, sin violar un derecho
fundamental, irrenunciable e inalienable, sin cometer, por ello, un
crimen de extrema gravedad.
2. Todo hombre tiene el deber de conformar su vida con
el designio de Dios. Esta le ha sido encomendada como un bien que debe
dar sus frutos ya aquí en la tierra pero que encuentra su plena
perfección solamente en la vida eterna.
3. La muerte voluntaria o sea el suicidio es, por consiguiente,
tan inaceptable como el homicidio; semejante acción constituye
en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de
Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo
un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la
natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes
de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades
y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe,
factores sicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad.
Se deberá, sin embargo, distinguir bien del suicidio
aquel sacrificio con el que, por una causa superior -como la gloria
de Dios, la salvación de las almas o el servicio a los hermanos-
se ofrece o se pone en peligro la propia vida.
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Hoy se ha perdido el sentido primero de la palabra eutanasia
Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un inocente,
ni nadie puede pedir ese gesto para sí o para otros
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II LA EUTANASIA
Para tratar de manera adecuada el problema de la eutanasia
conviene ante todo precisar el vocabulario.
Etimológicamente la palabra eutanasia significaba
en la antiguedad una muerte dulce sin sufrimientos atroces. Hoy no nos
referimos tanto al significado original del término, cuanto más
bien a la intervención de la medicina encaminada a atenuar los
dolores de la enfermedad y de la agonía, a veces incluso con
el riesgo de suprimir prematuramente la vida. Además el término
es usado, en sentido más estricto, con el significado de «causar
la muerte por piedad», con el fin de eliminar radicalmente los
últimos sufrimientos o de evitar a los niños subnormales,
a los enfermos mentales o a los incurables la prolongación de
una vida desdichada, quizás por muchos años, que podría
imporner cargas demasiado pesadas a las familias o a la sociedad.
Es pues necesario decir claramente en qué sentido
se toma el término en este documento.
Por eutanasia se entiende una acción o una omisión
que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con
el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa pues
en el nivel de las intenciones o de los métodos usados.
Ahora bien, es necesario reafirmar con toda firmeza
que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente,
sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable
o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para
sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede
consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad
puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata en efecto
de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad
de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra
la humanidad.
Podría también verificarse que por el
dolor prolongado e insoportable, razones de tipo afectivo u otros motivos
diversos, induzcan a alguien a pensar que puede legítimamente
pedir la muerte o procurarla a otros. Aunque en caso de ese género
la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir,
sin embargo el error de juicio de la conciencia -aunque fuera incluso
de buena fe- no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí
sigue siendo siempre inadmisible. Las súplicas de los enfermos
muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas
como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas
en efecto son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de
afecto. Además de los cuidados médicos, lo que necesita
el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden
y deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e
hijos, médicos y enfermeros.
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El
dolor físico es inevitable en el hombre y, sin embargo, a veces
se desea evitar a toda costa
El
Evangelio enseña el valor salvífico del sufrimiento. No
es conveniente, en todo caso, exigir que todos lo soporten heróicamente
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III. EL CRISTIANO ANTE EL SUFRIMIENTO Y EL USO DE
LOS ANALGESICOS
La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas,
al final de sufrimientos insoportables. No debe pensarse únicamente
en los casos extremos. Numerosos testimonios concordes hacen pensar
que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación
que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud.
Por lo cual una enfermedad prolongada, una ancianidad avanzada, una
situación de soledad y de abandono, pueden determinar tales condiciones
sicológicas que faciliten la aceptación de la muerte.
Sin embargo se debe reconocer que la muerte precedida
o acompañada a menudo de sufrimientos atroces y prolongados es
un acontecimiento que naturalmente angustia el corazón del hombre.
El dolor físico es ciertamente un elemento inevitable
de la condición humana, a nivel biológico constituye un
signo cuya utilidad es innegable; pero puesto que atañe a la
vida sicológica del hombre, a menudo supera su utilidad biológica
y por ello puede asumir una dimensión tal que suscite el deseo
de eliminarlo a cualquier precio.
Sin embargo, según la doctrina cristiana, el
dolor, sobre todo el de los últimos momentos de la vida, asume
un significado particular en el plan salvífico de Dios; en efecto,
es una participación en la pasión de Cristo y una unión
con el sacrificio redentor que El ha ofrecido en obediencia a la voluntad
del Padre. No debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar
el uso de los analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos
una parte de sus sufrimientos y asociarse así de modo consciente
a los sufrimientos de Cristo crucificado (cfr. Mt. 27, 34). No sería
sin embargo prudente imponer como norma general un comportamiento heroico
determinado. Al contrario, la prudencia humana y cristiana sugiere para
la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que sean adecuadas
para aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos
secundarios, entorpecimiento o menor lucidez. En cuanto a las personas
que no están en condiciones de expresarse, se podrá razonablemente
presumir que desean tomar tales calmantes y suministrárselos
según los consejos del médico.
Pero el uso intensivo de analgésicos no está
exento de dificultades, ya que el fenómeno de acostumbrarse a
ellos obliga generalmente a aumentar la dosis para mantener su eficacia.
Es conveniente recordar una declaración de Pío XII que
conserva aún toda su validez. Un grupo de médicos le había
planteado esta pregunta: «¿La supresión del dolor y
de la conciencia por medio de narcóticos... está permitida
al médico y al paciente por la religión y la moral (incluso
cuando la muerte se aproxima o cuando se prevé que el uso de
narcóticos abreviará la vida)?». El Papa respondió:
«Si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no
impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales: Sí».
En este caso, en efecto, está claro que la muerte no es querida
o buscada de ningún modo, por más que se corra el riesgo
por una causa razonable: simplemente se intenta mitigar el dolor de
manera eficaz, usando a tal fin los analgésicos a disposición
de la medicina.
Los analgésicos que producen la pérdida
de la conciencia en los enfermos, merecen en cambio una consideración
particular. Es sumamente importante, en efecto, que los hombres no sólo
puedan satisfacer sus deberes morales y sus obligaciones familiares,
sino también y sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia
al encuentro con Cristo. Por esto, Pío XII advierte que «no
es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave
motivo».
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Una
cosa puede ser morir como se quiere y otra morir con dignidad humana
y cristiana
Principios
reguladores de los medios terapéuticos a emplear
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IV. EL USO PROPORCIONADO DE LOS MEDIOS TERAPEUTICOS
Es muy importante hoy día proteger, en el momento
de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción
cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de hacerse
abusivo. De hecho algunos hablan de «derecho a morir», expresión
que no designa el derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte
como se quiere, sino el derecho de morir con toda serenidad, con dignidad
humana y cristiana. Desde este punto de vista, el uso de los medios
terapéuticos puede plantear a veces algunos problemas.
En muchos casos, la complejidad de las situaciones puede
ser tal que haga surgir dudas sobre el modo de aplicar los principios
de la moral. Tomar decisiones corresponderá en último
análisis a la conciencia del enfermo o de las personas cualificadas
para hablar en su nombre, o incluso de los médicos, a la luz
de las obligaciones morales y de los distintos aspectos del caso.
Cada uno tiene el deber de curarse y de hacerse curar.
Los que tienen a su cuidado los enfermos deben prestarles su servicio
con toda diligencia y suministrarles los remedios que consideren necesarios
o útiles.
¿Pero se deberá recurrir, en todas las circunstancias,
a toda clase de remedios posibles?
Hasta ahora los moralistas respondian que no se está
obligado nunca al uso de los medios «extraordinarios». Hoy
en cambio, tal respuesta, siempre válida en principio, puede
parecer tal vez menos clara tanto por la imprecisión del término
como por los rápidos progresos de la terapia. Debido a esto,
algunos prefieren hablar de medios «proporcionados» y «desproporcionados».
En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación
el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta,
los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el
resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las
condiciones del enfermo y sus fuerzas fisicas y morales.
Para facilitar la aplicación de estos principios
generales se pueden añadir las siguientes puntualizaciones:
--A falta de otros remedios, es lícito recurrir,
con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición
por la medicina más avanzada, aunque estén todavía
en fase experimental y no estén libres de todo riesgo. Aceptándolos,
el enfermo podrá dar así ejemplo de generosidad para el
bien de la humanidad.
--Es también lícito interrumpir la aplicación
de tales medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas
en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá tenerse
en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así
como el parecer de médicos verdaderamente competentes; éstos
podrán sin duda juzgar mejor que otra persona si el empleo de
instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles,
y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos
y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los
mismos.
Es siempre lícito contentarse con los medios
normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer
a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque
ya este en uso, todavía no está libre de peligro o es
demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más
bien o simple aceptación de la condición humana, o deseo
de evitar la puesta en práctica de un dispositivo medico desproporcionado
a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad
de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad.
--Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar
de los medios empleados, es licito en conciencia tomar la decisión
de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente
una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir
sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares.
Por esto, el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera
prestado asistencia a una persona en peligro.
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No olviden los que atienden enfermos las palabras de
Jesús : «...Cuantas veces hicísteis eso a uno de
estos mis hermanos menores, a mí me lo hicísteis»
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CONCLUSION
Las normas contenidas en la presente Declaración
están inspiradas por un profundo deseo de servir al hombre según
el designio del Creador. Si por una parte la vida es un don de Dios,
por otra la muerte es ineludible; es necesario, por lo tanto, que nosotros,
sin prevenir en modo alguno la hora de la muerte, sepamos aceptarla
con plena conciencia de nuestra responsabilidad y con toda dignidad.
Es verdad, en efecto, que la muerte pone fin a nuestra existencia terrenal,
pero, al mismo tiempo, abre el camino a la vida inmortal. Por eso, todos
los hombres deben prepararse para este acontecimiento a la luz de los
valores humanos, y los cristianos más aún a la luz de
su fe.
Los que se dedican al cuidado de la salud pública
no omitan nada, a fin de poner al servicio de los enfermos y moribundos
toda su competencia; y acuérdense también de prestarles
el consuelo todavía más necesario de una inmensa bondad
y de una caridad ardiente. Tal servicio prestado a los hombres es también
un servicio prestado al mismo Señor, que ha dicho: «...Cuantas
veces hicísteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí
me lo hicísteis» (Mt. 25, 40).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II
en el transcurso de una audiencia concedida
al infrascripto cardenal Prefecto, ha aprobado esta Declaración,
decidida en reunión ordinaria de esta Sagrada Congregación,
y ha ordenado su publicación.
Roma, desde la Sede de la Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe,
5 de Mayo de 1980
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