Un poco de historia
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Todo empezó hace tres años y medio, poco antes de Navidad.
Sólo hacía año y medio que había profesado.
Mi corazón estaba lleno de ilusión y grandes deseos de
una entrega generosa. De pronto un día me levanté con
un dolor impresionante en un brazo que, en pocos días, se extendió
a todas las extremidades. Cuando el médico me vio, fue duro escuchar
el diagnóstico: esclerodermia. Sí era duro, pero parecía
que aún quedaba un poco de esperanza al oírle decir: "No
tiene cura, pero tenemos suerte porque, como está empezando,
vamos a intentar detenerla y que no avance".
Si soy sincera, tengo que decir que fue como un jarro de agua fría
que parecía apagar la ilusión; además, el mal apareció
en un momento en que estaba viviendo un tiempo duro de absurdo, vacío,
oscuridad, etc., y en medio de todo eso sólo resonaba dentro:
enfermedad degenerativa, dolorosa, incurable.
Entre mejorías y recaídas el cuerpo se iba "rompiendo".
No podía resignarme a creer que toda yo era sólo eso.
¡Era algo más! La fe me ayudaba a creer que dentro estaba
la Vida. La Vida de Dios que me habitaba en Cristo Jesús por
el Espíritu Santo.
Si esto era cierto, a pesar de la oscuridad y el vacío, me preguntaba
cómo podía anular el dolor mi esperanza. No era posible,
a no ser que yo me convirtiera en centro, haciéndome "gruñona",
exigente, transmitiendo amargura a los demás... Sentía
el dolor como una experiencia de "muerte" y surgían un montón
de interrogantes. Entre ellos me preguntaba: ¿cómo en un
creyente puede ser más fuerte la muerte que la vida? Si Jesús
resucitó, hay vida y vida en plenitud; ¿por qué va
ahogar mi esperanza la "muerte"? En lo más hondo brota un gozo
insostenible: ¡es Dios! En la medida en que se "muere" se vive;
se vive de otra manera, pero se vive; tocas la "otra" realidad. Dios
toma la forma de hombre sufriente y se manifiesta así. Su Palabra
es el Silencio hecho dolor.
Pero va pasando el tiempo y ves que las esperanzas de pararse no son
ciertas, sino que todo avanza; el dolor está ahí y cada
vez más fuerte, te sientes cada vez más débil.
Todos dicen lo mismo: "No hay solución", "no podemos hacer nada".
Entonces las esperanzas se convierten en "puntos negros", tu vida parece
un pozo sin fondo, donde sólo parece verse oscuridad, vacío,
absurdo, sinsentido.
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Un grito de rebeldía
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Y es ahí, cuando llegas al límite de todo, cuando te
llenas de interrogantes y surgen los porqués como un grito de
rebeldía, porque la fe no suprime los interrogantes; más
bien, éstos, a veces, aumentan. El dolor no se entiende. Dios
no responde, hay que acogerlo. Este no entender y la aparente ausencia
de Dios a través de su Silencio te llevan a rebelarte, a protestar,
al rechazo, a encerrarte en ti mismo, o a acogerlo como realidad inevitable
que está ahí y de la que no puedes escapar. Te sientes
entre dos posturas, la desesperación o la aceptación que
te lleva al abandono.
Es muy duro levantarse todos los días con dolores por todas
las partes, cada vez más inmóvil, más limitada,
sintiendo reducirse tus fuerzas y, sobre todo, sin ninguna esperanza.
Es aquí donde entra en juego la fe. El creyente no tiene opción
a la desesperación. Yo al menos así lo siento. El te mira
y se hace presente y ante la falta de respuesta ante tantos interrogantes,
cuando su silencio se hace Presencia en la mirada, confiesas como Job:
"Antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis
ojos".
Dios no explica nada, el dolor está ahí, no lo suprime,
le da sentido porque lo llena de su Presencia.
Muchas veces surge el grito: "Padre, si es posible aparta de mí
este cáliz". Y ahí, en ese mismo grito, sientes que una
mano te sostiene, oscura, pero que está ahí. Otras veces
el sinsentido parece ser la respuesta, porque su silencio pesa. Todo
es oscuro, tremendo.
Dios no responde, hay que acogerlo, vivir bajo la cruz. Desde aquí
mirar al Crucificado te hace descubrir a Dios crucificado en ti, ayudándote
a vivir el dolor en lugar de dejarte ahogar por él. Cruz salvadora
y no por el mismo dolor, sino por el Amor sin límites de Dios
que sientes brotar de ti.
El dolor no es sólo físico. Lleva consigo una experiencia
de intenso sufrimiento. A mí, personalmente, más que el
dolor físico, que es duro, me cuesta la impotencia y la limitación
a la que me reduce.
Este sufrimiento muchas veces te hace sentir tristeza, miedo, soledad,
vacío, absurdo, desesperanza, oscuridad, debilidad. Te sientes
pobre, impotente, miserable; hasta te llegas a sentir carga para los
otros y te preguntas: ¿merece la pena vivir así?
En el dolor yo puedo seguir amando a Dios, y no a un Dios que me envía
dolores y sufrimientos, sino a un Dios que se hace dolor y sufre conmigo
para vestirlo de Fiesta: la Fiesta del Amor, porque El está ahí,
junto a mí, en mí, para ayudarme a sufrir con alegría.
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Vivir el dolor como una fiesta
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Yo vivo el dolor como una fiesta: la fiesta del Amor de Dios que se
ha crucificado conmigo por amor para decirme que también así
me ama.
En ese vivir a la intemperie aprendes a no hacer planes porque no sabes
lo que trae cada día. Sólo tienes en tus manos el amanecer
que se te ofrece como un regalo y, al abrir los ojos, si has podido
cerrarlos en la noche, te presentas ante Jesús con las manos
vacías para que El tome tu pobreza envuelta en dolor, a la vez
que te experimentas colmada de su ternura.
Comienzas a caminar y El camina en ti, llenando de fuerza tu pobreza,
con su sonrisa misteriosa que te hace sostener de pie aunque tu cuerpo
no pueda más.
Aprendes a disfrutar de lo pequeño, de lo que te da en cada
momento. Te das cuenta de cómo llenamos la vida de cosas innecesarias,
ocultando con ellas lo único esencial. De los apegos que hay
en ti y que te encierran en ti misma. Todo se va cayendo hasta quedar
sólo El y tú, y ese diálogo te descubre que «sólo
Dios basta». Hay que hacer muchas muertes a ti misma para no hacerte
con el dolor un verdugo para los demás. No tengo derecho a convertir
mi dolor en amargura y angustia para los que me rodean. Por eso, asumir
el dolor desde la Cruz te hace sentirte invadida de un amor que no te
pertenece.
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Esto no es masoquismo
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El cuerpo no lo desea ni lo busca. Eso sería masoquismo. Más
bien tiende a rechazarlo, a quitarlo y, si no puede ser así,
al menos disminuirlo; pero si esto tampoco es posible, es una realidad
que está ahí con la que te tienes que enfrentar.
Yo no he encontrado en el dolor ningún placer, ni me agrada;
lo acepto porque está ahí. Miro al Crucificado, y desde
aquí la cruz se me hace camino hacia la vida plena porque El
está ahí. En El encuentro la paz y la serenidad para sufrir
con alegría. Es mi esperanza porque no vivo sola el dolor, sino
en comunión con El. Yo no amo el dolor, amo la vida, la felicidad.
Pero en este caminar me lo he encontrado y lo acepto como esa parte
oscura y dolorosa de mi vida. Esto no oscurece la felicidad porque la
felicidad viene de Dios.
Yo creo que la clave para vivir el dolor con alegría -o al menos
así lo he sentido- es la fe. Nuestro Dios no es un Dios de muertos,
sino de vivos. El quiere la vida, la felicidad del hombre. El dolor
no le hace feliz: por eso el dolor no puede tener la última palabra,
y yo experimento que en mí no la tiene. Hay algo más profundo;
mejor dicho, alguien que en ti acoge ese dolor haciéndose dolor
contigo para hacer brotar la vida aun en medio de una "aparente muerte".
Por eso me atrevo a hablar del dolor vivido a la luz de la fe como un
misterio de amor.
Dios no es un sedante, ni algo mágico que elimina el dolor.
Aunque pienses en Dios, sigue doliendo, pero puedes vivir el dolor con
alegría. Hay una gran diferencia entre "ser vivido" por el dolor
con tristea y angustia y "vivir" tu dolor pudiendo transmitir alegría
a los demás. Sientes dentro una comunión inexplicable
con el mundo del dolor. ¡Cuántos rostros vivos aparecen
dentro! Unos conocidos, otros desconocidos; muchos gritando, queriendo
desaparecer o sumergidos en la angustia, en el sinsentido. ¡Dolor
de comunión! Sale de ti como una especie de energía que
se "reparte".
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¡Ven, Señor Jesús!
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Su presencia no explica mi dolor ni lo disminuye: le da sentido y me
ayuda a vivirlo con entereza y alegría, esperando que un día
se rompa del todo mi cuerpo y pueda gozar totalmente de su Presencia,
cara a cara. Por eso llegas a desear que se rompa el velo que nos separa
y todo tu ser grite con fuerza: ¡Marana Tha! ¡Ven, Señor
Jesús! La muerte es entonces una fiesta. La fiesta del Encuentro
y tú, un sediento de su amor que esperas ya perderte del todo
en El.
Por otra parte es tan viva su Presencia que, aunque todo el ser ansíe
ese encuentro, sientes una profunda paz en la espera, porque El es también
aquí. Te dices: ¿Vivir? ¿Morir? ¡Qué más
da! El es todo y eso basta.
Ante el dolor somos El y yo quienes nos debatimos, los demás
quedan fuera; por eso sobran las palabras, todo suena a hueco, queda
lejos... Es fácil decir palabras bonitas, dar toda clase de consuelos
y explicaciones cuando no te duele nada o no estás "cogido" por
el sufrimiento. Es fácil hablar de una realidad dura y buscarle
soluciones desde fuera. Pero si está en ti y experimentas la
impotencia tuya y de los otros, necesitas de ese hondo silencio para
acoger. El silencio es la palabra que te revela su Presencia, porque
todo su ser se hace silencio. Lo necesitas para "aguantar" con paz.
Dios se hace también silencio en esos momentos. El es tu paz.
El dolor se hace oración y todo tu cuerpo parece respirar un
nombre: Jesús. Está en tu continua oración.
El dolor se hace fecundo no por sí mismo, sino por la alegría
que irradia la vida que encierra, por el amor que lo llena.
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Gracias sean dadas al Padre
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Creo que tengo que bendecir y alabar a Dios, aunque me duela, haciendo
de mi vida una acción de gracias continuada.
El centro de todo es Dios. Del dolor brota una fuente de vida. La respuesta
es mirarle a El, mejor dicho, dejarse mirar por El.
Desde aquí, a todos los que leáis estas líneas
me atrevo a haceros una "invitación": a los que estáis
viviendo el dolor sin sentido, a abriros a la Vida de Dios; a los que
tengáis contacto con este mundo del dolor, de los que sufren,
a ayudarles a abrirse al Amor de Dios. El hará lo demás,
porque desde esta entrega abierta a su acción El hace brotar
la alegría revistiendo la vida, por muy dolorosa que sea, del
calor de su Presencia. A mí, por mi parte, me gustaría
decir que me siento y soy feliz. Y esa felicidad no me viene del dolor,
sino del amor de Dios que siento arder en mí y que me salva en
cada instante.
"Gracias sean dadas a Dios Padre, que nos ha bendecido por nuestro
Señor Jesucristo".
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