Lo afirmaban ya Aristóteles y Séneca
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EL VALOR SAGRADO DE LA VIDA HUMANA
Antonio OROZCO, abril, 1998, Escritos
Arvo
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"Homo sacra res homini", el hombre es
cosa sagrada para el hombre, escribió Séneca. «El
embrión humano es algo divino, en tanto que es un hombre en potencia»,
escribió Aristóteles. Ambos pensadores son ajenos a la
cultura judeo-cristiana; con todo, intuyeron que, aun con las limitaciones
y miserias que acompañan la existencia en este mundo, la vida
humana encierra un valor inconmensurable, prácticamente divino,
desde su comienzo hasta su natural término. Sin embargo, será
necesaria la revelación cristiana para hallar el fundamento claro
y sólido de tal aserto. La sacralidad de la vida humana hace
acto de presencia al menos por tres razones: la razón del origen,
de la naturaleza y del destino.
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SAGRADA POR SU ORIGEN
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En la primera página del Génesis, bajo un ropaje en apariencia
ingenuo y mítico, se narran acontecimientos históricos:
la creación del universo y del hombre. Dios modela una porción
de arcilla -semejando en su quehacer al alfarero-, sopla y le infunde
un aliento de vida, el espíritu inmortal. La materia se anima
de un modo nuevo, superior: nace la primera criatura humana, a imagen
y semejanza del Creador. El hombre no es cabalmente un producto de la
materia, aunque la materia sea uno de sus componentes; goza de alma
espiritual, irreductible a lo corpóreo. Las almas son creadas
directamente por Dios, sin intermediarios. Por esto cabe decir con todo
rigor que cada vida humana es sagrada, pues desde su comienzo compromete
la acción del Creador.
Dios es origen primero de cuanto existe. Pero ha otorgado también
a sus criaturas capacidad y poder de hacer y propagar el bien, siendo
origen causal unas de otras, por generación o composición.
Con todo, el origen de cada persona humana es muy singular, pues aunque
en su génesis intervienen los padres, poniendo la base material,
biológica, a la vez Dios interviene produciendo de la nada el
alma espiritual y la infunde en el minúsculo cuerpo engendrado
por los padres. La espiritualidad del alma distingue esencialmente al
hombre de las demás criaturas de este mundo, hace que el cuerpo
humano no sea como los demás cuerpos, sino un cuerpo personal,
con caracteristicas específicas muy netas, apto para ser convertido
por la gracia santificante en templo del Espíritu Santo. Pero
ya desde el momento de la concepción, el alma rige todo el desarrollo
del embrión y, salvo accidentes o atentados, lo llevará
a la relativa perfección que cabe alcanzar en la tierra.
El hombre engendra y, simultáneamente, Dios crea; de tal modo
que, en la generación, es muchísimo mayor la obra de Dios
que la obra del hombre. Dice San Agustín que Dios es quien da
vigor a la semilla y fecundidad a la madre, y sólo Él
pone -creándola- el alma. Por eso, otro padre de la Iglesia nos
hace esta sugerencia bellísima: Cuando alguno de vosotros besa
a un niño, en virtud de la religión debe descubrir las
manos de Dios que lo acaban de formar, pues es una obra aún reciente
(de Dios), al cual, de algún modo, besamos, ya que lo hacemos
con lo que Él ha hecho. Así pues, la vida humana, desde
su concepción posee valor divino, sagrado.
Y la vida del cristiano en gracia de Dios, todavía más:
El historiador Eusebio de Cesarea narra que el mártir de Alejandría
de Egipto, Leónidas, padre de Origenes, al primero de sus siete
hijos, uno de los más insignes talentos que tuvo la humanidad,
gozoso por la admirable precocidad de semejante hijo, y dando gracias
a Dios por habérselo concedido, mientras el niño dormía,
se inclinaba sobre él y le besaba el pecho, pensando que en él
habitaba el Espiritu Santo (EUSEB10 DE C., Historia Eccl., 1, VI, c.
II, 11). Este es el secreto de la vida sobrenatural del cristiano: el
ser vitalizado por la gracia, es decir, por la acción del Espíritu
Santo.
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SAGRADA POR NATURALEZA
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¿Qué resulta de la acción creadora de Dios con la
participación de los padres, en la generación? Una imagen
de Dios. Esta es la gran revelación sobre la naturaleza humana:
"Dios creó al hombre a su imagen (... ), varón y mujer
los creó" (Gen 1, 27). "Esto -explica Juan Pablo II- es lo que
se quiere recordar cuando se afirma que la vida humana es sagrada".
Explica también que el Concilio Vaticano II afirme que "el hombre
es la única criatura que Dios ha querido por sí misma".
Para Dios, todos y cada uno de los seres humanos poseen un valor excepcional,
único, irrepetible, insustituible.
¿Desde cuándo? "Desde el momento en que es concebido en
el seno de la madre" (JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, n°.
13). "Nuestra vida -enseña el Papa- es un don que brota del amor
de un Padre, que reserva a todo ser humano, desde su concepción,
un lugar especial en su corazón, llamándolo a la comunión
gozosa de su casa. En toda vida, aún la recién concebida,
como también incluso en la débil y sufriente, el cristiano
sabe reconocer el sí que Dios le ha dirigido de una vez para
siempre, y sabe comprometerse para hacer de este sí la norma
de la propia actitud hacia cada uno de sus prójimos, en cualquier
situación en que se encuentre".
Hoy, tras importantes hallazgos de la genética experimental
y de la investigación filosófica y teológica, podemos
y debemos mejorar aquella sentencia de Aristóteles -que hizo
suya Santo Tomás- del siguiente modo: "el embrión humano
es algo divino en tanto que es ya un hombre en acto". Por minúsculo
que resulte a nuestra mirada, encierra una estructura grandiosa, admirable,
completísima, animada por un alma inmortal, que constituye un
macrocosmos sagrado.
Estamos en peligro de perder la sensibilidad ante lo grandioso de la
maternidad/paternidad. Cooperar con Dios en la procreación es
intervenir activamente en un portentoso milagro, porque, "en cierto
sentido, es más milagro -dice Tomás de Aquino en «Los
cuatro opuestos»- el crear almas, aunque esto maraville menos,
que iluminar a un ciego; sin embargo, como esto es más raro,
se tiene por más admirable". San Agustín queda incluso
más admirado ante la formación de un nuevo ser humano
que ante la resurrección de un muerto. "Cuando Dios resucita
a un muerto, recompone huesos y cenizas; sin embargo -explica ese grande
del saber teológico- tú, antes de llegar a ser hombre,
no eras ni ceniza ni huesos; y has sido hecho, no siendo antes absolutamente
nada".
Si dependiera de nosotros que Dios resucitase a un muerto (pariente,
amigo o desconocido), seguramente haríamos todo cuanto estuviera
en nuestro poder, por costoso que resultase. Si Dios nos dijera: haz
esto, y este hombre volverá a la vida; sentiríamos una
emoción profunda y nos hallaríamos felices de ser cooperadores
de un hecho portentoso, divino. Pues aún de mayor relieve es
la concepción de un nuevo ser humano. De donde no había
nada, surge una imagen de Dios.
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SAGRADA POR SU FIN Y SENTIDO DIVINOS
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Toda vida humana es fruto del amor de la Trinidad que llama a cada hombre
(varón o mujer) a la eterna comunión gozosa con las tres
Personas divinas (Cfr. Mt 25, 21.23). Toda persona ha sido "ordenada
a un fin sobrenatural, es decir, a participar de los bienes divinos
que superan la comprensión de la mente humana" (DS 3005)
"Todos los seres humanos -dice Juan Pablo II- deberían valorar
la individualidad de cada una de las personas como criatura de Dios,
llamada a ser hermano de Cristo en virtud de la encarnación y
redención universal. Para nosotros la sacralidad de la persona
se funda en estas premisas. Y sobre estas premisas se funda nuestra
celebración de la vida, de toda vida humana". En rigor, las actitudes
hostiles a la natalidad no sólo son deficitarias en conocimientos
de matemáticas (porque no advierten el tremendo problema que
se avecina con el envejecimiento de la población) sino que también
son inhumanas, y, por supuesto, absolutamente extrañas al cristianismo.
Se requiere haber perdido de vista lo que el hombre es y el sentido
de la vida, para caer en esa suerte de nihilismo que prefiere la nada
al ser; o suscribir el paradójico hedonismo que desprecia los
bienes eternos por mantener, a toda costa, algunas comodidades provisionales.
Es preciso recordar que "el problema de la natalidad, como cualquier
otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de
las perspectivas parciales de orden biológico o sociológico,
a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación,
no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y
eterna" (Pablo VI, Humanae vitae).
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UN CRIMEN ABOMINABLE
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La vida humana es, pues, tanto por su origen, como por su naturaleza,
como por su fin o sentido, una criatura muy de Dios, muy especialmente
suya. Atentar contra esa vida es atentar contra Dios, como desafiarle
cara a cara. "En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos
mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis"
(Cfr. Mt 25, 40). Estas palabras de Jesucristo nos hablan del punto
inaudito al que llega su amorosa solidaridad con cada uno de nosotros.
Respeta infinitamente nuestra libertad, pero quien la use contra su
imagen -varón o mujer-, quiérase o no, la usa contra Dios
mismo. Y ante Él, más que ante tribunales e historias
humanas, habrá que responder.
Se comprende bien así que, por encima de intereses más
bien inconfesables la Iglesia de Cristo haya enseñado siempre
-también hoy porque es verdad perenne-, que el aborto procurado
es un crimen abominable: "Dios, Señor de la vida, ha confiado
a los hombres la excelsa misión de conservar la vida, misión
que deben cumplir de modo digno del hombre. Por consiguiente, se ha
de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos" (Vat
II, GS 51,3). La cooperación formal a un aborto constituye una
falta grave. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión
este delito contra la vida humana. "Quien procura el aborto, si éste
se produce, incurre en excomunión latae sententiae" (CIC, can.
1398) es decir, "de modo que incurre ipso facto en ella quien comete
el delito" (CIC, can 1314), en las condiciones previstas por e/ Derecho
(cfr. CIC, can. 1323-24). Con esto la Iglesia no pretende restringir
el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad
del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente
a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad.
"El infanticidio (cfr. GS 51,3), el fratricidio, el parricidio, el
homicidio del cónyuge son crímenes especialmente graves
a causa de los vínculos naturales que rompen. Preocupaciones
de eugenismo o de salud pública no pueden justificar ningún
homicidio, aunque fuera ordenado por las propias autoridades" (CEC 2268).
Se comprende que hay situaciones límite en las cuales surge
la fuerte tentación de claudicar y matar o matarse. Ni el aborto
procurado ni la eutanasia suicida son caprichos de sólo gente
enajenada. Pero la comprensión y la compasión no pueden
convertirse en cómplices de un asesinato. A la persona humana,
su conciencia moral puede pedirle un acto de heroísmo al servicio
de la dignidad de la persona y de la sociedad. Y las leyes civiles han
de hacerse eco de ello. El Estado no puede eximirse de defender absoluta
y positivamente la vida de sus súbditos en particular y de todos
en general. Es una cuestión de bien común, fin esencial
del Estado. Y esto se puede entender desde la mera razón jurídica,
como muestra la Encíclica Evangelium vitae.
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NO HAY VIDA HUMANA INUTIL
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Para el cristiano no hay vida humana inútil, por más que
las apariencias sugieran lo contrario. Toda persona, cualquiera que
sea su estado físico o psíquico, está eternamente
llamada a ser eternamente feliz en el cielo. Aunque a veces cueste entenderlo,
también el dolor entra en los planes de Dios y lo encamina al
bien de los que le aman.
"Una tribulación pasajera y liviana -dice el apóstol
Pablo-, produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria" (2 Cor 4,
1315). ¿Qué decir, pues, de una tribulación grave
y duradera, como puede ser una vida con graves deficiencias físicas
o psíquicas, tanto para quien la sufre como para quienes han
de protejerla y mimarla? Somos pobres en palabras que expresen su grandeza
y el honor eterno que alcanzarán. "Considero, hermanos -insiste
San Pablo-, que no se pueden comparar los sufrimientos de esta vida
presente con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros" (Rom
21, 8-18). El Apóstol se gozaba en sus sufrimientos, porque así
cumplía en su carne una porción de lo que Cristo ha querido
sufrir en su Cuerpo, que es la Iglesia, para el bien de sus miembros
y de toda la humanidad (Cfr. 1 Cor 12, 27).
Por eso, "la Iglesia -afirma el Papa- cree firmemente que la vida humana,
aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del
Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan
el mundo, la Iglesia está en favor de la vida".
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