CAMINOS HACIA EL SUFRIMIENTO Y LA FELICIDAD

Aquilino Polaino. Doctor en Psiquiatría

Introducción

El título de "Caminos hacia el sufrimiento y la felicidad" pone de manifiesto que hay modos muy diversos de conquistar la felicidad. De ahí que se hable de "caminos" en plural. Un título así remite fundamentalmente a dos órdenes de cosas. En primer lugar, la cuestión planteada interpela a cada persona singulatísima, cuestionándole acerca de lo que hace con su vida, hacia qué meta se dirige, a qué destina su vivir: Si va hacia el dolor, el sufrimiento, o la felicidad. Y, en segundo lugar, más allá de la persona, la pregunta interroga a las naciones, cuestionando hacia dónde va Europa. Es forzoso preguntarse cuáles son los caminos de Europa y si ésta va hacia el sufrimiento o hacia la felicidad.

 

La vida humana como anticipación y pretensión

Los caminos casi nunca son algo que determine a la persona. Más bien constituyen algo que cada persona elige entre varias opciones posibles. Y eso es vivir. Vivir no es nada más -y nada menos- que elegir. La vida es elección. Parece lógico que se hable aquí de "caminos", en plural. Lo propio del vivir humano no es estar en el tiempo presente, sino anticipar. Si yo no hubiera anticipado, no estaría aquí hoy. Si quien organizó este curso no hubiera pensado en mi persona y no me hubiera, en alguna forma, anticipado antes del presente que es hoy -cuando esta posible intervención era todavía apenas algo incierto y futuro-, hoy no estaríamos aquí. Lo propio de la vida es la anticipación.

Por muchas que sean las tensiones a las que nos vemos sujetos, vivir es pretender. No sólo tender hacia una cosa, sino pretender. Y eso en castellano se entiende muy bien. Por eso cuando una chica presenta a su compañero a otro chico le dice: "este es mi pretendiente", es decir, un chico que pretende ser algún día su marido. Por el momento no es su marido, pero tiende verazmente -y, por consiguiente, pretende- ser su marido en el futuro. Por ahora sólo lo pretende: está en la pretensión. La vida es pretensión.

La vida es también en cierto modo, previvencia. En este momento estamos viviendo, pero tenemos también otros planes y proyectos. que ahora no pueden cumplirse y que, sin embargo, previvimos porque, no siendo todavía los anticipamos.

La vida es también propuesta. La vida del hombre no se limita a sólo responder ante cosas. ante situaciones, ante estímulos. Eso sería una mera respuesta. Cierto que muchas de nuestras conductas diarias son meras respuestas. Sí, hace calor, y respondemos sudando. Pero lo específico de la vida humana no es emitir respuestas. Lo específico de la vida del hombre es tener propuestas como un modo de conducirse. Nuestra conducta debe transformarse en propuesta ante la cual uno mismo debe poder responder.

La conducta del hombre estriba más en una cierta inquietud, en anticipar cosas a las que un día llegará a responder que en, simplemente, responder. Si solamente respondiéramos a los estímulos del medio, seríamos unos respondentes, o quizás respondones, pero poco más. Y, una persona que lo que hace es sólo responder es una persona que ha sacrificado su libertad, que ha hecho de ella un holocausto en el altar de la nada. Porque emplea esa libertad sólo en responder a lo que le llega; pero no en hacer que le llegue a lo que quiere responder como él quiere, de manera que consiga hacer que haya lo que todavía no había. En esto reside también la libertad humana: en hacer que haya lo que todavía no había.

Quien esto dice no es profeta ni hijo de profeta y, por tanto, no puede decir, "bueno, ustedes van a ir por un camino de sufrimiento, o por un camino de felicidad". Sí puedo, en cambio, decir cosas que todo el mundo sabe. Puedo anticipar, por ejemplo, que acaso suban los impuestos en nuestro país. Sí puedo afirmar lo que dicen las estadísticas: que España va a tener un mercado de trabajo muy malo. ¿Por qué? Porque entre los alumnos de 23 países que están estudiando en Europa y en otros lugares, España ocupa el lugar 21, en lo que se refiere a competitividad laboral. Pero con esto no estoy diciendo por dónde va a ir cada uno.

Cada uno tiene su camino: el que él quiere, o el que las circunstancias, si él no quiere elegir, le marquen, es decir, lo que los estímulos le marquen.

La libertad y los caminos de sufrimiento y felicidad

En la vida humana se puede hablar de "caminos" hacia el sufrimiento o hacia la felicidad, porque el hombre es libre. Y porque es propio del hombre anticipar lo que todavía no es y futurizar, desde hoy, lo que llegará a ser. Eso es lo propio del hombre. La temporalidad humana es así. Los caminos serán de sufrimiento o de felicidad, según el proyecto que cada uno hace con y de su vida. Hay personas que tienen como proyecto de vida no hacer ningún proyecto. Eso también es un proyecto, sólo que demasiado pobre, sencillamente porque en un proyecto así el hombre no se autoproyecta. Más bien, las personas que así se comportan también se están proyectando hacia el futuro, pero eligiendo la nada. En realidad, quedan a merced de la pura determinación de sus circunstancias. Un proyecto como éste es un proyecto muy pobre y casi miserable; algo muy poco humano y equívoco, la circunstancia que mejor prepara para el aturdimiento. Es también el proyecto que menos se compromete con la libertad; el que menos arrastra y vincula a la personalidad y el que peores consecuencias genera.

Analicemos ahora otra cuestión a propósito de la felicidad. ¿Qué prefieren los hombres, el placer o la felicidad? Y si extremando más la pregunta tuvieran que elegir de forma excluyente entre el placer y la felicidad, ¿qué elegirían? De esto vamos a tratar ahora. Me limitaré a las tres cuestiones siguientes: la distinción entre el sufrimiento y el placer; entre el placer y la felicidad, y qué es eso de la felicidad.

El sufrimiento, lamentablemente, está muy extendido en el mundo. El sufrimiento resulta algo inevitable en cada vida humana; antes o después, en vida de cada persona se concita la experiencia del dolor. Ningún hombre puede zafarse de la experiencia del sufrimiento. Por muy egoísta que se sea, no podemos escapar del sufrimiento. Y los que no han sufrido hasta ahora, que no se preocupen, que para experimentarlo basta con sólo dejar que pase un cierto tiempo. De una u otra forma, todos acabamos siempre por ser hombres dolientes.

El sufrimiento se ha distinguido desde antiguo como dos formas: el sufrimiento-sensación, es decir, la experiencia que de él tenemos, que está más vinculada a los sentidos y a la sensorialidad y consiste en apenas una sensación dolorosa. Esa sensación dolorosa depende, fundamentalmente, de la intensidad del estímulo, del lugar donde éste se localiza, de los "filetes" nerviosos que están allí percibiendo esa sensación, del umbral doloroso que se tenga, de la tolerancia al sufrimiento, de la ansiedad que acompaña al dolor, etc. Hoy sabemos, por ejemplo, que los esquizofrénicos y los niños autistas toleran muy bien el dolor. En cambio, los hipocondríacos lo soportan muy mal. Las personas muy ansiosas o especialmente sensibles son muy vulnerables al dolor. Naturalmente, la experiencia dolorosa que en ellos resulta, varía mucho de unos a otros.

Hay también otro tipo de sufrimiento que es más difícil todavía de establecer y cuantificar. Me refiero, claro está, al sufrimiento psíquico, que hoy abunda sobre manera. ¿Quién no tiene un amigo que haya padecido de depresión? ¿Quién no tiene un amigo que haya incurrido en el consumo de drogas, y que por su causa no lo esté pasando fatal? ¿Quién no ha tenido un conflicto psíquico? Más todavía: ¿Quién está libre de todo conflicto psíquico?

Hay personas que creen que son más tontas de lo que son, y por eso sufren. Tontamente, pero sufren. Hay personas que se creen más listas de lo que son, y también sufren por ello, porque conociéndose tan mal van con frecuencia más allá de donde debieran. Y así podríamos seguir con los defectos personales: hay personas que son muy simpáticas y muy tímidas. A otros apenas les cuesta hablar en público; pero también los hay que si tienen que hablar en público se ponen de todos los colores del arco iris. Todo esto genera dificultades.

Estamos en una cultura en que el sufrir tiene "mala prensa" y no se cotiza en bolsa. Hoy el dolor no es un valor. Sufrir hoy es un dis-valor. Algo que no interesa, que no conviene, algo de lo que es mejor no hablar. Me gustaría que todas las personas pasaran por la experiencia de conocer una clínica psiquiátrica, para que vieran allí una buena parte del sufrimiento del mundo actual, de muchas personas que, por otra parte, en algunos aspectos valen más que nosotros. Y, sin embargo, están allí. Hay en ellas mucho sufrimiento humano y, claro está, eso está hoy muy mal visto y, en consecuencia, se conlleva mal. En realidad, el tema del sufrimiento -a pesar de su inevitable realidad lacerante- casi nadie se lo plantea y, cuando nos lo planteamos, es casi siempre porque estamos forzados a atravesar por esa experiencia. Por eso, cuando le sucede a otro, probablamente no nos interese considerarlo.

Junto a esta algofobia social, a ese temor social al dolor, hay también lo que se podría llamar el "sufrimiento inútil". Hay mucha gente que sufre como consecuencia de la estulticia de su comportamiento. Han optado con su libertad por elecciones que necesariamente acaban siempre en el sufrimiento. En estos casos habrá que enseñarles a que elijan mejor. Pero, muy probablamente, si se empeñan en seguir haciendo lo que hasta ahora han hecho, forzosamente han de acabar en el sufrimiento.

Pondré un ejemplo: si visitan la ciudad de Toledo, una ciudad preciosa en la que a lo largo de la historia cuatro culturas han dejado hitos elocuentes que jalonan y testimonian su presencia, cuando ya su sensibilidad esté como anestesiada por tanta vivencia artística, entonces pueden visitar también el centro de tetrapléjicos allí existente. Es el mayor centro que hay en España para el cuidado de personas paralíticas. Ahí se encuentran una multitud de pacientes muy jóvenes que están paralíticos de brazos y piernas para toda su vida, a pesar de lo mucho que haga por ellos la medicina. Son personas que a lo mejor anteayer tuvieron la mala fortuna de ir desde Madrid a Segovia en 38 minutos. Iban en una "Yamaha" y al regreso tuvieron un accidente de canretera. En 38 minutos estaban en Segovia, cuando casi nunca hace ninguna falta llegar en ese tiempo, pero llegaron y apenas un momento después ya estaban paralíticos para el resto de sus vidas. A esto es a lo que yo llamo un sufrimiento inútil porque pudo evitarse.

El dolor en psicopatología

El dolor empapa buena parte de quehacer clínico psiquiátrico. De la simulación a la neuralgia del trigémino (en que el dolor es a veces insufrible), de la neurosis hipocondríaca al síndrome hiperestético-emocional posconmocional de los traumatizados craneales, de las migrañas y cefaleas a los sentimientos disfóricos y distimias depresivas, todo el vasto y polimorfo escenario clínico está transido de la experiencia dolorosa.

El latido del dolor -como el de la angustia- martillea hoy en muchos enfermos mentales. En unos, esta sensación palpita soterrada bajo la carne. En otros, se metamorfosea en formas de sentimientos apenas encarnados. En muchos, sin embargo, unas y otras formas de presentarse el dolor, aparecen ensambladas y es casi imposible su distinción.

Su interés en la actualidad es todavía de mayor importancia, por cuanto en el hombre contemporáneo han disminuido los niveles de tolerancia álgica. Como escribe Alonso-Fernández, "el epicureísmo es la filosofía del hombre tecnificado". Por eso se han impuesto en muchos la excesiva preocupación por el cuerpo y el miedo al dolor y al sufrimiento. La morada corpórea del ser aparece como algo más importante que el ser.

El miedo al dolor y al sufrimiento que campea en la sociedad contemporánea, a mi forma de ver, procede de dos raíces: por una parte del epicureísmo, por otra, de los propios beneficios aportados por la técnica. El hombre de hoy, gracias sobre todo a los progresos de la anestesia y de la analgesia, está mucho menos familiarizado con el dolor que sus antecesores. Por eso lo teme mucho mas. La algofobia constituye una verdadera plaga social.

Este carácter de insoportabilidad dolorosa -una característica no necesariamente dependiente del tipo de dolor, sino más bien del modo en que el hombre vive su dolor- prepara el camino para que el hombre se arroje a las toxicomanías más diversas, hoy desgraciadamente tan frecuentes. Pero además, el sentimiento sensorial que es; modifica, remueve y altera el fondo vivencial del enfermo, atemperando la orquestación de reacciones vivenciales de fondo ("Hintergrundreaktionen" de K. Schneider), que surgen ante situaciones anodinas y sin importancia, pero con una carga patológicamente importante. Muchas de las reacciones anómalas a la vivencia de la enfermedad tienen su origen en esta alteración del fondo vivencial, por fuerza de una resonancia dolorosa, sensorial y afectiva.

Y, sin embargo, no siempre se transforma el dolor en el eco pregonero cuya voz es anpliada en la caja de resonancia de la afectividad. En otras ocasiones el dolor no sólo no amplifica el componente afectivo que lo acompaña, sino que le impone una sordina silenciosa, haciendo que pase inadvertido. Es el caso, por ejemplo, de algunos tumores cerebrales en sus fases iniciales. El silencio pático traiciona la gravedad del cuadro clínico que enmascara. El enfermo habla de sus sufrimientos como si fuera otra persona distinta de él quien los sufriera. Informa objetivamente, más aun, imperturbablemente, casi con indiferencia. Como si hubiese una lejanía insalvable entre sus sufrimientos y sus sentimientos. Tan escasa es la participación emocional, que el médico puede confundirse e interpretar aquel cuadro como un mero agotamiento nervioso o como un estado neurasténico-hipocondríaco; incluso como un intento de simulación dolorosa.

Contrariamente, la sintomatología dolorosa que otras veces acompaña a los tumores cerebrales es, a este respecto, extraordinariamente resonante. Es el caso de los tumores que afectan, por ejemplo, el núcleo ventropostero-lateral (uno de los núcleos más importantes en el relevo de las vías sensitivas) en los que los fenómenos dolorosos se prolongan y agigantan, expresándose, extraordinariamente, en la vertiente afectiva de la personalidad (síndrome de Dejerine-Roussy).

Para una fenomenología del sufrimiento humano

La distincion entre el dolor-sensación y el dolor-sentimiento, a pesar de su riqueza, no consigue contestar a la pregunta inquisitiva acerca del dolor.

La cuestión antropológica de qué sentido tiene el dolor para la vida humana, se repite como un eco insistente y reiterativo.

La pregunta cuestiona desde el horizonte del deseo de encontrar un sentido, gracias al cual la existencia dolorosa quede elevada por encima de sí misma, en forma de una actitud trascendente, ante la que palidezcan el sinsentido, la absurdidad y el vacío del dolor.

El acceso a esta búsqueda de sentido del sufrimiento humano supone zambullirse y buscar, fenomenológicamente, en las aguas profundas de estas experiencias. Una tarea que tal vez se facilita si consideramos dicha experiencia en relación con su opuesta, el placer.

El dolor sobrecoge de un modo más penetrante que el placer. En la experiencia placentera hay una especie de sobreaviso, una cierta anticipación que en muchas ocasiones hace que se busque conscientemente.

En el dolor las premoniciones no son tan constantes, y cuando preludian a la experiencia dolorosa propiamente dicha, se viven como amenazantes y desconocidas, como algo sombrío que no desearíamos que llegase nunca. El dolor, en condiciones normales, jamás se desea. El placer, casi siempre, aunque sea de forma tortuosa, soterrada e inconfesable. Y hoy más que nunca, al haberse instalado el hombre en la cresta de esa gran ola del hedonismo.

En el dolor algo sobreviene de forma súbita e inesperada. El niño que se pincha mientras distraidamente juega con el objeto punzante, tras unos segundos de sobrecogimiento, prorrumpe en un llanto asfixiante.

El dolor es más concreto y objetivo, el placer más abstracto y subjetivo. El placer está menos encargado y más diversificado, en función del grado y de la diversidad de los órganos que en él participan. El dolor es más homogéneo (a pesar de las distintas modalidades que puede adoptar en el variado espectro formal con que es percibido) y hunde sus raíces más profundamente en la corporalidad.

El placer no sólo no destruye las relaciones del hombre con su cuerpo, sino que las amplía -desde la eclosión del hormigueo de la dicha, de la sonrisa y de la carcajada-, y las traspasa por encima, como manifestación del enseñoreamiento de una cierta armonía. El dolor desorganiza esas relaciones del hombre con su cuerpo. Más aun, las entorpece, obstaculiza y hace disarmónicas.

En el placer el hombre se desentiende de su cuerpo; con el dolor el hombre toma conciencia de su cuerpo. En el placer hay una cierta liberación y fuga de la corporalidad, que se percibe ahora como ingrávida y ligera. En el dolor la corporalidad se percibe como impuesta, como un pesado fastidio atenazante frente al que uno no es dueño de sí y que le obliga a capitular. Con el placer el cuerpo se abre a nuevas e ignoradas cordilleras de los sentidos. En el dolor el cuerpo se repliega sobre sí mismo, y se hace hermético para todo lo que no sea su mismo cuerpo, incluído en aquella situación.

El placer nos abre a un mundo menos personalizado y más diversificado. El dolor, en su clausura, nos permite otra apertura más desconocida: la de nuestro cuerpo como límite, como lugar ignorado y que, sin embargo, a todas partes nos acompaña.

Al dolor nos entregamos irremediablemente, el placer se nos entrega de modo mediato y circunstancial. El dolor nos sobreviene, al placer arribamos. La mediatez incircunscribible del placer contrasta con la inmediatez circunscrita del dolor. Hay placeres anónimos, niveladores, despersonalizados. El dolor es siempre singular, intransferible, irrepetible y personalizado.

El dolor se tiene en sí mismo y de sí mismo. La compasión, como elemento subjetivo que acompaña en ocasiones al dolor, puede ser de sí mismo o de otro, pero no se siente como un zarpazo en uno mismo. El placer se tiene en parte en sí mismo y se obtiene en parte de otro -más por otro que por sí mismo-, pero jamás de sí mismo (la complacencia narcisista en sí mismo es siempre en sí mismo y no de sí mismo). Los aspectos subjetuales del dolor son, sin embargo, ambivalentes y nada específicos. Así, por ejemplo. el llanto puede ser una manifestación subjetiva de dolor, pero también de emoción, de dicha, de alegría o de placer. Lo mismo acontece con la risa.

Lo subjetivo puede enmascarar y tergiversar lo objetivo, puede traducir traicionando la objetividad. Sea como fuere, los elementos subjetivos comprometidos en estas experiencias tienen menos poder transformante en la experiencia placentera que dolorosa.

Sucede que esos elementos subjetivos están contrabalanceados por aquellos otros, más objetivos, que concurren simultáneamente en esas experiencias. Y en las experiencias placenteras -ya antes lo hemos indicado- hay como una participación lejana de esos elementos objetivos, por cuanto al hombre se le hace la vida más llevadera tanto que casi le es connatural un cierto olvido de ésta, de sí mismo. y de su corporalidad.

De ordinario, se admite que siendo nuestro cuerpo el compañero inseparable que a todas partes nos acompaña (una realidad muy íntima y próxima a nosotros), obviamente debería sernos familiar y conocido. Pero la realidad es muy distinta, tanto que somos viajeros que caminamos con nuestros compañeros los cuerpos, sin apenas intercambiar con ellos algunas que otras palabras. Precisamente es el dolor, en muchas ocasiones, el que rompe este silencio y toma la iniciativa en el diálogo que se interrumpió allá lejos, hace quizá tanto tiempo.

En medicina se ha definido la salud como el silencio de los órganos, como un vacío de sonidos corporales que hace que la corporalidad se sienta más ligcra y volátil, casi ingrávida. En oposición a la salud, la enfermedad grita la presencia del cuerpo, el modo en que éste se nos hace presente, reclamando nuestra atención, que cai siempre le hurtamos. El dolor viene a recordar al hombre lo limitado de su ser, proyectándole hacia sí mismo, haciendo que se tome a sí como la tarea más importante, mientras se hincha la atención en la carne dolorida.

El dolor nos lleva por las angosturas de un camino zigzagueante y poco carretero desde el que se divisan también nuevos horizontes, desconocidos hasta entonces: los recortados límites de las cordilleras y murallones de la corporalidad.

El placer, por el contrario, sitúa al hombre en la llanura de la vida fácil, donde el sentimiento de frescura vital pone acentos de desenvoltura y despreocupación corporal. En el placer hay un cierto olvido de la dimensión encarnada del existir humano. En el dolor, un subrayar esa dimensión, hasta quedar del todo enfatizada. Con el dolor la vida se reviste de angulosidades y relieves. Por eso, el miedo al dolor -antes de que éste haga su aparición- se alimenta de la fantasía, de una fantasía ahora encarnada, que teme suceda ya lo peor.

Hay en el miedo al dolor una especie de presentimiento que preanuncia otros modos de vivirse la corporalidad. Acontece aquí algo parecido a lo que sucede con el pensamiento mágico. El hombre primitivo considera que sus temores irracionales hacia algún objeto, no sólo no alejan ese objeto sino que lo atraen y aproximan.

El temor vago se agiganta y metamorfosea en fobia para devenir en obsesión cristalizada y persistente. El miedo al dolor físico puede también deslizarse en la corporalidad y encarnarse allí como un sentimiento parásito y obsesionante. Ciertas preocupaciones hipocondríacas pueden ser comprendidas por esta vía. Cualquier pequeño sentimiento corporal resuena como un eco amenazante en la amplia orografia de la vitalidad. La existencia se torna plomiza, pesada, preocupante. La conciencia se agiliza y afila, mientras la atención anda a la escucha de cualquier sonido corporal. Todo es fuente de preocupación, de problematización, a la vez que se abandonan las ocupaciones de siempre. Rendir o no en el trabajo profesional apenas si interesa. Los proyectos se posponen y pierden su brillantez primera. El claroscuro y la pesadumbre acaban por adueñarse y enseñorear el horizonte en el que debe desplegarse la existencia personal, cercándola con sus cadenas de zozobra y desánimo.

La vida toda queda así apresada en el cepo de los acordes desacompasados de esta sinfonía vital hipocondríaca.

El dolor imaginario del enfermo imaginario ha conseguido transformarse en un dolor objetivado y ambiguamente encarnado. Todo se percibe "como si" fuera doloroso. Y este "como si" mantiene a raya a la vitalidad desde lo provisionalmente amenazante.

El miedo al dolor asfixia la vida, la empobrece y la degrada a un mero "como si", que, andando el tiempo, puede hacerse realmente insufrible, penoso e insoportable.

El placer disuelve la autoconciencia, la anestesia y entontece con su melodía de sensaciones caleidoscópicas. El dolor, por el contrario, la despierta y agiliza, haciéndola penetrante y sutil, siempre que aquél no tenga una intensidad desorbitada. El dolor es el banco de pruebas de la existencia humana el fuego de la fragua donde ennoblecerse y templarse como los buenos aceros. Y, sin embargo, para los hombres frágiles y pusilánimes, el dolor puede ser la ocasión de su desmoronamiento definitivo.

El dolor autentifica y singulariza; el placer nos hunde en el anonimato del igualitarismo colectivista. Y..., sin embargo, el médico debe ahorrar al enfermo siempre que pueda, el someterse a esta experiencia. Pero en aquellas ocasiones en que los tratamientos resulten impotentes, el médico está también obligado a poner en las alforjas del peregrino doliente un poco de este bálsamo que, aliviándolo, le ayude a encontrar un sentido para su dolor.

Del placer y la felicidad

El problema que ustedes tendrán que afrontar, porque está vigente en nuestra actual sociedad, es el de no confundir la felicidad con el placer. Se ha dicho, con toda razón, que muchos hombres confunden hoy la felicidad con el placer. Por eso, cuanto más se busca aquella, menos se encuentra éste. Mientras que en otras ocasiones, sin buscarla, la encontramos, otras veces, la felicidad pasa por nuestra vida rozándola, golpeándola incluso, sin que de ello nos demos cuenta. En esas circunstancias puede que se nos presente una ocasión fabulosa en la que atisbar, de una vez por todas, el norte de la felicidad que podría orientar toda nuestra futura trayectoria vital y biográfica y que, sin embargo, pasa inadvertida. Y es que no estamos atentos sino más bien confundidos. Precisamente por eso, no nos abalanzamos sobre ella para conquistarla y, consecuentemente, se nos escapa.

Conviene resolver este error: la felicidad no es el placer. La felicidad requiere tiempo, permanencia. Si alguien afirmase que ahora es feliz, pero que en apenas unos minutos va a dejar de serlo, desde este mismo instante dejaría de serlo. Ni siquiera será preciso que transcurran esos minutos, pues basta con saber que la felicidad va a perderse para que desaparezca. La felicidad tiene vocación de permanencia; el placer, no. El placer, como ya hemos visto, es puntual; incide aquí o allá y ya está: al segundo siguiente ya no es. La felicidad, por el contrario, tiene vocación de eternidad. Aunque, lamentablemente o afortunadamente -no lo sé muy bien- por la misma condición humana, la felicidad no sea permanente e incluso cambie a lo largo de la vida.

La felicidad no se compromete con una parte de la vida humana, sino que afecta a la totalidad. El placer afecta casi siempre apenas a un sector de nuestra corporalidad. Es decir, que no se puede estar a la vez debajo del agua, hacer pesca submarina, oir un chiste y beber cerveza fría.

Por contra, la felicidad puede abarcar todas esas dimensiones y, de uno u otro modo, realizarlas en sí. ¿Por qué? Porque la felicidad no depende, en definitiva, de nuestra sensorialidad. La felicidad es mucho más globalizante y menos puntual que el placer. La felicidad resulta inseparable del sentido de la vida que se tenga. Para saber si una persona es feliz o no, basta con preguntarle: "¿Por qué te has levantado esta mañana?". Es probable que se nos ofrezcan respuestas de lo más estúpidas: "Pues me he levantado porque me han despertado" o "me he levantado porque tenía hambre y tenía que desayunar"; o tal vez "me he levantado porque en algún momento del día había que hacerlo", etc.

Las razones aducidas no son motivos relevantes para que una persona decida levantarse. El paso de la horizontal a la vertical -algo con lo que iniciamos nuestra jornada cada día- es para algunos un esfuerzo gigantesco que hay que hacer, sin que apenas se disponga de un motivo suficientemente razonable que lo justifique. Es preciso encontrar una razón o motivo para que nuestra conducta se ponga en marcha cada mañana y entre en vibración, de manera que pasemos de la horizontal a la vertical, venciendo el retador y peligroso desafío de la ley de la gravedad. Supongamos que hemos logrado ponernos en pie sin saber por qué... Surgen a continuación numerosas preguntas: ¿Qué sentido tiene el que yo esté aquí ahora, por ejemplo? ¿Cuál es el significado último? Las decisiones libres tienen que mediar la mayoría de nuestros actos. Porque de no ser así, es la circunstancia la que se escoge. Y así no se puede ser feliz. Acaso podamos tener suerte y en algún momento ser más felices que en otro, sí. Pero las circunstancias no deben sustituir nuestra libertad en la toma de decisiones.

El placer se agota en sí mismo y condena a la persona muchas veces a la pasividad, a arrojarse en los brazos de las circunstancias que son las que en definitiva deciden por nosotros. El dolor, en cambio, conduce a la persona a hacerse cuestión de sí. El dolor nos interpela y nos hace preguntas, que no siempre tienen una cumplida respuesta. La experiencia del sufrimiento -a pesar de su aparente sinsentido- suscita en el hombre una inquietud, instándole a preguntarse: "¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí, ha de sucederme esto ahora?" Mientras que en el placer no acontece eso. Ante las experiencias placenteras, las personas no se preguntan: "Oye, ¿por qué a mí me ha tocado este helado tan riquísimo?" No, eso nadie lo dice. En cambio, si nos fracturamos un fémur, la pregunta sube enseguida a nuestros labios: "Hombre, qué mala suerte. ¿Por qué precisamente a mí ha de ocurrirme esto ahora?" Es decir, la capacidad que tenemos de profundizar en nosotros mismos al filo de las experiencias placenteras y dolorosas es muy diferente. En ese mismo sentido, puede entenderse el problema de la felicidad.

La felicidad tiene que ver con el hecho de plantearnos una cuestión fundamental. En el fondo, cuando hablamos de felicidad lo único que hacemos es cumplir con el deber de interpretar cuál es el sentido de nuestra propia vida. Esto invita ya a preguntarse si se es feliz o no.

Cuando uno viene a este mundo dispone de estructuras recibidas por cultura, tradiciones y educación que hacen que no estemos a la intemperie ni del todo desnudos y desvalidos. Me refiero a los valores que, por ejemplo, hemos visto realizados en éste y en aquél, y que pareciéndonos buenos, intentamos apropiárnoslos. Con todo eso se va configurando un cierto proyecto de vida y, de alguna manera, también un cierto sentido, que da cuenta y razón de ella. Se concreta así un cierto deseo de felicidad. Pero a partir de esa estructura, hemos de ir mucho más lejos. Es decir, tenemos que plantearnos seriamente -tanto nos va en ello- si vamos a ser felices o no. Y para ello, lo primero de todo, lo que más importa, es aceptarse uno a sí mismo, tal y como es. Cierto que no hay que quedarse en eso, pero sí es obligado partir de eso.

La aceptación de sí mismo

Conozco a una chica encantadora, inteligente y guapísima, que sólo tiene un problema, una tragedia que casi la hunde en la desesperación: no se gusta a sí misma. Nada más y nada menos que eso. Por ese problema está siempre irritable y no hay quien aguante a su lado: grita, se enfada..., en fin, insoportable. Todo su problema reside en que ella no se gusta a sí misma. También en alguno de nosotros, muy probablemente, uno de los problemas que más nos impiden ser felices es que no nos soportamos a nosotros mismos "qua talis", en cuanto tal, que dicen los clásicos. En otros casos no nos aceptamos en este o aquel defecto que tenemos: "No me aguanto a mí mismo, porque soy muy tímido o no soy muy listo o soy muy alto, o...." Así no se puede ser feliz; así se acaba por ser un neurótico. De aquí que para ser feliz, haya que aceptarse a sí mismo y partir de ahí.

Se ha dicho que la felicidad es el bien que todos los seres naturalmente apetecen. Esto significa que para ser felices hay que partir de que hay un bien, porque si no hay un bien, no puedo ser feliz. Si yo abro mis ojos y no veo nada en el horizonte a lo cual puedo llamar "bueno", dicho de otra manera, que para mí no hay nada que valga, yo no puedo ser feliz. Por lo tanto, el primer término de la definición es correcto. Lógicamente, el concepto de felicidad que yo pueda tener y el que tienen los demás, probablemente no sea el mismo. Y posiblemente el concepto que tengo yo de felicidad no es el mismo que el que tenía hace cinco años, puesto que algo va cambiando, imperceptible pero ciertamente, en todos nosotros. Sin embargo, tiene que haber un cierto bien en el que todos o casi todos coincidamos y a todos nos apetezca. En ese bien que todos apetecemos reside la felicidad humana y debe ser apetecido naturalmente.

Consideremos ahora el otro término de la definición: "apetecen". Se apetece lo que despierta, la aparición de algo valioso que hace que emerja una cierta tensión o tendencia. Si alguien está así un poco como atontolinado, a punto de dormirse a la caída de la tarde, cuando hay en el horizonte esa especie de hemorragia en que se desangra el sol en el ocaso y en ese horizonte emerge un valor, entonces uno percibe el valor, dilata la pupila y deja de estar tumbado en la mesa o en la butaca. Lo más seguro es que se levante y lo observe y diga con atención para sí: "Hay que ir a por ese valor: si consigo alcanzar ese valor, yo mismo seré valioso". Eso es apetecer en el sentido en que aquí se ha empleado.

Apetecer aquí se está tomando en el sentido de querer. Nos estamos refiriendo al apetito intelectual con conocimiento del fin. Eso es lo que nos hace felices: "El bien que todos los seres naturalmente quieren". Conviene distinguir entre algunos términos de amplia circulación en la actualidad, como es el caso de apetecer, desear y querer. Muchas personas que buscan el placer, apetecen y desean, pero no quieren. Lo propio de la felicidad es querer. Lo propio de los instintos es apetecer. Lo propio de la imaginación es desear. No son lo mismo la imaginación, los instintos y la voluntad. Por eso apetecer, desear y querer tampoco significan lo mismo. Para ser felices hay que querer. Y para querer, hay que conocer. Porque no se quiere lo que no se conoce. Si se quiere ser feliz hay que conocer. Y para conocer hay que formarse. Si no se abre la inteligencia al conocimiento, es muy difícil que se pueda acertar con lo que es la felicidad.

En la actualidad hay un uso atomizado y fraudulento del concepto de felicidad. Hoy se confunde felicidad con placer. Y con placer instantáneo. Pero eso no es felicidad, no hace al hombre feliz. ¿Cuál es el hilo que une todos los placeres dándoles un sentido? En el caso de algunas personas, ninguno. Pues aunque haya, secuencial o instantáneamente, satisfacciones placenteras que nada tienen que ver unas con otras, a nadie se le ocurrirá llamar a eso felicidad. Las satisfacciones momentáneas e invertebradas desorganizan la vida, la fragmentan y acaban por atomizarla; no fundan ni dan cumplida cuenta de la totalidad y el sentido de la vida. Tampoco constituyen una respuesta al todo de la vida personal. A eso no apunta la unidad armónica de la vida humana. Y es que eso no puede ser garante de felicidad alguna.

El natural pluralismo de la felicidad humana y la donación

Hay algo importante: tenemos que ser felices. Pero desde la pluralidad, y no desde el isomorfismo. Y esto también se confunde hoy. Cada hombre, cada persona, tiene no sólo el derecho, sino el deber de optar por la pluralidad, por la diversidad. Cuanto más variados somos, más enriquecemos a los demás. Cuanto más isomórficos, más rebaño, más homogéneamente aburridos. Por lo tanto no está mal que haya diversos conceptos de felicidad, siempre y cuando se respete ese bien que todos los seres realmente apetecen.

La felicidad no nos obliga a ir a todos por el mismo camino, en fila india, para pedir helado de frambuesa. Cierto que es muy bueno que haya una heladería con helados de frambuesa. Pero ese bien no nos obliga a elegir todos el mismo tipo de helado, en la misma heladería y en la misma cola. Es mejor la diversidad, aunque en este caso sea una diversidad menor. En el caso del ejemplo, el enriquecimiento de la persona es, obviamente, modesto. Vale más que cada uno pueda degustar el helado que quiera, cientos de sabores mejor que un solo sabor. Sería absurdo que todo el gusto se redujera a un solo sabor. Otra cosa es que sólo hubiera -en estado de necesidad- un solo sabor. En ese caso habría que adaptarse y conformarse con la realidad. Me estoy refiriendo en términos únicamente placenteros para observar, por contraste, cómo hay también muchas formas posibles de estilos de vida diferentes, desde los que también puede lograrse la felicidad. No hace falta que con nuestras vidas marquemos todos el mismo paso en nuestra búsqueda de la felicidad. No, no es eso. Es mejor el pluralismo. No se entiende cómo siendo mejor el pluralismo haya personas que parece que no quieren ser diferentes y se empeñan, al parecer, en sólo la imitación.

Otra cuestión importante es que para alcanzar el bien en que consiste la felicidad hay que pelear. Eso significa que hay que formarse, que, de alguna manera. hay que buscar la perfección. El hombre perfecto es el hombre feliz. Convénzanse los que todavía están aburridos de que al hombre le es propia la búsqueda de la felicidad, que consiste en la pelea esforzada por alcanzar la propia perfección.

Para ser feliz hay que hacer el bien. Hay personas que creen que -como dice el chiste- todo lo que nos gusta está prohibido o engorda. Eso no es verdad. Hay que convencerse, de una vez por todas, que solamente haciendo el bien se es feliz. Y que yo hago el bien porque me da la gana ser feliz. Y que sería estúpido cumplir un mandato que no nos hace felices, sólo por satisfacer un deber kantiano que me ha sido impuesto y que mi conciencia no me exige.

El hombre, desde que nace, tiene una cierta perfección: la del ser. Pero el hombre es una perfección inicial que, por estar abierta, exige una perfección final de mayor nivel. El hombre es una perfección perfectible. Y toda nuestra vida consiste en satisfacer lo perfectible a lo que apunta esa perfección inicial, en que consistimos y somos. Y eso es ser feliz. Ser feliz es elevar al máximo techo posible, a la máxima perfección todas nuestras facultades, haciendo el bien, que es tanto como hacerlas buenas. Y eso es lo que muchas veces no hacemos. Y por eso lo pasamos tan mal. Por eso estamos hastiados de nosotros mismos tantas veces. Por eso nos aburrimos, porque nuestra vida se ha vuelto ininteresante para nosotros mismos, porque hemos perdido de vista -hemos extraviado- que podemos ser mejores en tantas cosas. Acaso también por eso nos sentimos, en algunas circunstancias, como la náusea en la boca propia y ajena, una situación patética en la que parece que lo único que nos falta ya es vomitarnos a nosotros mismos, porque no tiene sentido nada de lo que hacemos. Porque se pasan los días y uno no sabe qué hacer consigo mismo. Este es el caso de los que "queman" todo el verano, pasándolo fatal, "cociéndonse" en la propia salsa del aburrimiento.

Debemos formarnos. Formarse no es nada más que fundamentar la propia autotransformación para ser una realidad transformante de los demás. Esto quiero que se entienda. Una persona que es feliz no ha conquistado ese estado sólo para su satisfación, en el sentido narcisista del término. Por consiguiente, la persona que busca su felicidad no parte de la formulación egoísta siguiente: "yo-para-mí-sólo-conmigo-sin-nadie". Una persona que es feliz traslada, contagia, transmite su propia felicidad a los demás. Porque si no, paradójicamente, sería una felicidad pobretona y, por tanto desgraciada, es decir, pura infelicidad placentera.

La felicidad es tanto más feliz, valga la reduncia, cuanto más se da, cuanto más se prodiga, cuanto más siembra en los que hay a su alrededor, contagiándola a todos. Para eso hay que ser un poquito más perfectos de lo que somos. En el fondo, la persona feliz no es otra que la persona que se ha auto-realizado. Una persona autorealizada es la que ha realizado en sí los valores que ha conocido en su contexto social y otros muchos que ella misma puede haber descubierto.

Cuando encendemos la televisión y vemos un deportista fabuloso, quizá pensemos: "Cómo me gustaría a mí hacer ese salto de pértiga." Es decir, yo lo que quiero es realizar el valor que he visto realizando a esa persona en sí mismo, de manera que también yo lo encarne en mí mismo. Conquistar ese valor y encarnarlo es lo que queremos, ya que ese valor, cuando lo poseo y lo realizo en mí mismo, me hace valioso. Ese valor hace que yo me acrezca en mi valer. Eso es lo que a mí me hace valer. Yo quiero ser valioso. Ser feliz es ser valioso.

Un criterio para la autocorrealización personal en la felicidad

Pero no debemos pensar que cuando uno se auto-realiza adquiriendo valores y encarnándolos, es para luego presumir de que somos valiosos. Somos felices cuando, auto-realizándonos plenamente, también ayudamos plenamente o contribuimos a la plena realización de los demás. Uno se auto-realiza en la medida en que los demás que están a nuestro alrededor se realizan, por virtud del esfuerzo que nosotros ponemos. Uno es perfecto en la medida en que desarrolla lo perfectible que tiene su perfección inicial en tanto que ser. Como estamos observando, la felicidad humana es solidaria y no se conforma con sólo la felicidad del propio y recortado yo. Felicidad y solidaridad marchan siempre cogidas del brazo: donde va una, allí forzosamente le acompaña la otra. Así de sencillo. Y es que la felicidad es hacer que todos participen y apetezcan ese bien que nos hace dichosos. En esas circunstancias se es feliz, a pesar de lo mucho o poco que nos cueste (tiempo, trabajo, esfuerzo, etc.).

Concluyamos, pero antes quisiera sintetizar algunos de mis pensamientos sobre este particular. Todo hombre, por el hecho de serlo, quiere ser feliz. Por eso les reto a que me presenten una persona que en verdad no quiera ser feliz. No, no la encontrarán. Todos los hombres quieren ser felices.

De acuerdo con lo anterior, si no buscamos la felicidad es que todavía no nos hemos enterado de quiénes somos. Les sugiero que se pregunten: ¿Estoy yo buscando la felicidad?¿Quien soy yo?

Si no se acepta la perfección inicial que cada uno es, resulta imposible que en la práctica seamos felices, porque no nos aceptaremos como quienes somos y no desarrollaremos esas perfecciones iniciales en que consistimos. Lo primero que hay que hacer es aceptarnos como somos, a la vez que no nos conformamos enteramente con ello, sino que luchamos por acrecer, avalorar y desarrollar todo lo bueno que hay en nosotros. La perfección inicial no es perfecta de una vez por todas y para siempre, como tampoco al inicio está desarrollada en todas sus posibilidades. Ese desarrollo es, precisamente, lo que hace que nuestras vidas sean interesantes para nosotros mismos -la vida como proyecto es lo contrario de la vida que se ha vuelto ininteresante para el hombre aburrido- y, en consecuencia, lo que nos hace felices.

Si ese desarrollo no lo hacemos, estamos robando a nuestro propio ser las potencialidades perfectibles que tenía y estamos hurtando también a la comunidad, porque estamos renunciando a algo que era un bien para todos los demás: un bien participable y comunicable a nosotros mismos y a los otros. De aquí que cuando no luchamos seriamente por la perfeción podamos incurrir en cierta negliencia. Y si esa omisión es negligible, tal vez sea punible y, por tanto, hasta cierto punto culpable y castigable.

El hombre está llamado a ser lo máximo que pueda y deba ser, para así hacer felices a los demás. Si nos conformamos con sólo la perfección inicial y no combatimos, mediante el propio cambio y la transformación, para conseguir la perfección final que ha de operarse en nosotros, nunca seremos felices.

Los caminos de la felicidad que yo muy sinceramente les deseo, consisten, sintetizándolo mucho, en atreverse a ser cada uno quien es, para ser mejor de lo que es, aunque en ese intento tengan que sufrir. Esa es mi propuesta. Para ello tienen muchos modelos en que inspirarse. En la historia de la humanidad hay miles de modelos. Acudiendo a modelos es mucho más fácil llegar a ser lo que todavía uno no es, pero tal vez quiera ser. Inspirándose en esos modelos es más fácil aceptarse como quien uno es. Y a la vez recobrar fuerzas y energías para ser mejor de lo que en ese momento se es. Tengo el firme convencimiento de que eso es pasárselo bien, de que en eso consiste la felicidad.

En fin, todo esto puede parecer una utopía y tal vez con un coste muy elevado, porque acaso para conseguir ser mejores haya que sufrir un poco. Esto último me parece muy cierto y realista. Pero no olviden que, como decía Kant, "¿cuando un hombre tiene un por qué vivir, soporta cualquier cómo". Cuando un hombre tiene un por qué vivir (algo que da sentido a su vida: desarrollarse, auto-realizarse, vivir una vida en plenitud, ser perfecto, conquistar la felicidad), tolera cualquier cómo (el calor, el frío, el sudor, el cansancio, el dolor, la irritabilidad, etc.). Deseo que todos encuentren ese por qué vivir, de manera que sus vidas se realicen en plenitud y lleguen a ser dichosos. Estoy persuadido de que ésta es la cuestión fundamental que todo hombre debe plantearse seriamente.

 

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