EL SENTIDO CRISTIANO DEL DOLOR

Leonardo Polo en "Sobre la existencia cristiana"

I. EL DOLOR HUMANO
1. Actitudes ante el dolor
2. La hermenéutica del dolor

II. LA DIMENSION TEOLOGICA
1. Creador y criatura
2. La noción de elevación
3. El dolor en Cristo
4. El dolor del cristiano

III. LA DIMENSION PRACTICA

 

I. EL DOLOR HUMANO

El tema del dolor presenta una especial dificultad. No se trata, en efecto, de un tema simplemente oscuro, rebelde a la investigación por su altura, por su complicación, o por la imposibilidad de traerlo a la experiencia inmediata; es algo más radical, a saber: que no cabe idea del dolor. El dolor es, simpliciter, ininteligible.

Tenemos dolor, lo sentimos, sufrimos o aguantamos; lo que no cabe es pensarlo. El lugar de asentamiento primario del dolor en nosotros no es el pensamiento (dejemos de lado el problema de si el pensamiento podría doler, por ausencia de objeto, como dice Kant, pues no afecta a lo que sostenemos); pero lo decisivo es que no podemos entenderlo al trasladarlo a él. Al contrario de lo que, hablando en general hace el hombre con sus sensaciones -material de que se forman las ideas-, e incluso con sus emociones y estados de ánimo, de los cuales, si no idea, cabe alguna suerte de intuición intelectual, del dolor, no. Tenemos conciencia del dolor pero no podemos prestar a eso "entidad de razón". Tenemos, a lo sumo, un concepto del dolor como lo tenemos de la nada, es decir, sin contenido extramental correspondiente. Pero mientras tratándose de la nada, ello se explica de suyo, en el caso del dolor lo que juega es, más bien, una imposibilidad de hacerlo inteligible al ascenderlo a tal nivel. Por decirlo así, el intelecto agente no ilumina el dolor, que está ahí, al pensar, indescifrado, como una extraña excepción a la claridad ideal. No es que el contenido del dolor no exista sin más, sino que queda, sin remedio, fuera del ámbito de lo ideal. Tenemos conciencia del dolor como de una acometida; por tanto no poseemos el dolor en la conciencia: ahí, en el lugar de objeto, el dolor es indescifrable, no sabemos qué significa. Una grieta del pensar es ocupada por lo que llamamos dolor. Por eso duele, se sufre .

Si el tema del dolor ha de plantearse y desarrollarse, no hay más remedio que, haciendo de la necesidad virtud, apoyarse y explotar este su carácter de ininteligibilidad. El dolor no es inteligible; pero no sólo de hecho, sino en absoluto -al menos, en el plano humano-. Con otras palabras, el dolor no está fuera del pensamiento, como una especie de cosa en sí kantiana, a la que el pensamiento no llega, pero a la que podría llegar. El dolor no es inteligible él mismo, y al acometer a la conciencia, como sin duda acontece, está en ella como impensable.

¿Qué decir de esta especialísima realidad ininteligible, de esta realidad sin esencia?

Lo primero es sentar el mismo planteamiento del tema. La pregunta clásica de la filosofia, la pregunta por la esencia, debe abandonarse. No puede, legítimamente, preguntarse qué es el dolor; el dolor es refractario a ella, puesto que, justo, no es inteligible. Esta objeción alcanza a la fenomenología. También debe evitarse la caída de nivel de la investigación cientifista, biológica. Un biólogo podrá decirnos cómo se produce en la periferia del cuerpo el estímulo doloroso y cómo se trasmite luego hasta el cerebro. Pero no nos dirá nada del dolor humano.

En definitiva, lo que ocurre es que el tema del dolor no puede plantearse de suyo o directamente. No puede plantearse de suyo porque no sabemos siquiera qué preguntar, a dónde dirigir la atención. El dolor no ofrece base suficiente a la investigación. No puede plantearse directamente porque la mente ante él queda sin fuerzas y sin recursos y porque, como veremos más adelante, lo más característico del dolor es que el hombre no puede adoptar ante él una actitud referida, clavada en él mismo. El hombre puede huirlo, soslayarlo, superarlo, liberarse de él, curarlo. Lo que no puede es cultivarlo en sí mismo, pensarlo y amarlo. No existe ninguna forma de actividad simplemente humana, ninguna institución, ningún producto cultural que arrojen luz sobre el dolor, que elaboren su comprensión. Cabe encontrar obras humanas en cuya producción ha tenido parte el dolor, o en las cuales aparezca el hombre afectado por él. Pero ninguna en que el dolor en sí mismo se nos ofrezca directamente a la contemplación, en que esté contenido y descifrado.

Ante la imposibilidad de planteamiento directo, se hace preciso encontrar un fundamento desde el cual, alumbrando el cual, el dolor aparezca explicado. La pregunta directa acerca de la esencia del dolor tiene que trocarse en la pregunta indirecta acerca de su condición humana de posibilidad.

1. Actitudes ante el dolor

El dolor en sí mismo no es ni siquiera posible, puesto que no tiene esencia; sólo el hombre hace posible, digamos por el momento, el dolor.

De acuerdo con esta perspectiva, el sentido humano del dolor es lo que el dolor significa para el hombre. Y ello no es una tautología porque solamente un ser de tan profunda realidad como el hombre puede dar razón de la sinrazón del dolor. Si el dolor es un sin-sentido, reclama un amplio despliegue de sentido en que insertarse. Y sólo relativamente a él puede constituirse.

Desde la filosofía aristotélica, la cuestión se concreta en la pregunta: ¿es el dolor algo sustancial o algo accidental en el hombre? Es de resaltar que se trata de un interrogante extraño. Para lograr algún fruto de la respuesta hay antes que examinar las actitudes adoptadas por la humanidad ante el dolor. Este examen previo es necesario. En efecto, tanto la sustancia como el accidente tienen esencia. Parece, pues, que la pregunta que acabamos de hacer se contesta de entrada y que, por lo tanto, no tiene ninguna utilidad formularla. Precisamente para mostrar en concreto la utilidad de tal pregunta, es decir, el alcance concreto de su contestación negativa, conviene ver lo que los hombres han pretendido hacer ante el dolor. El dolor no es sustancia ni accidente. Pero, ¿por qué? Y, ¿cómo juega entonces en el hombre? Esto es lo que vamos a intentar aclarar.

Es un hecho que desde que el hombre habita este mundo el dolor está con él. Esto significa que no existe un origen histórico del dolor, un momento temporal determinado en que pueda colocarse su aparición. A medida que la ciencia histórica ensancha el horizonte del pasado humano, descubre la presencia, más antigua, del dolor y nunca un período feliz caracterizado por su ausencia. Lo que comienza y cesa son formas concretas de sufrimiento, nunca todo dolor. Y ello hasta el punto de que la idea de ausencia total de sufrimiento es parte integral de la noción de Ante-historia, es decir, del Paraíso. No cabe duda de que ello no puede estar más justificado. Si algo puede caracterizar otro mundo, lo no histórico, es, mirado desde nuestra situación, la ausencia de dolor. Lo que no tiene sentido alguno es la hipótesis de un inicio histórico, mundanal, de una inauguración o de un final de la historia exentos de dolor. Tanto es así que la idea de origen y cesación temporal del sufrir humano no se puede formular sino en conexión con una falsa interpretación del mismo.

Podemos, pues, caracterizar una serie de actitudes humanas ante el dolor: aquéllas que interpretan el dolor como nacido en el tiempo -no en el hombre- y aquéllas que se cifran en el intento de librarse de él por medios mundanos y que, en consecuencia, consideran las posibilidades humanas de obrar como capaces de extirpar el dolor. Para todas ellas el dolor es un accidente.

Muchas veces se ha pretendido, supliendo la ausencia de datos objetivos, instrumentar una explicación del origen histórico del dolor. Desde el mito de Pandora, hasta la hipótesis de Rousseau de un estado de naturaleza libre de todo mal, pasando por la idea clasicista de una primitiva edad de oro, a partir de la cual, por un proceso inevitable de decadencia, se habrían ido precipitando las aflicciones y la desarmonía, abundan los intentos de dilucidar las razones desencadenantes del dolor humano.

Estos intentos responden a una necesidad de comprensión. El asombro está en el fondo de la inquisición humana, y el dolor en el filo del asombro y del estupor. Es propio del hombre la extrañeza ante el acontecimiento doloroso, el no poderse acostumbrar a él, que se concreta en la búsqueda de una razón explicativa. No cabe, en suma, limitarse a sentir el dolor. Mientras que el placer puede consumarse en sí mismo, puesto que reclama del hombre una entrega, en la forma de una limitación a su órbita (en la cual la personalidad queda inédita), el dolor insta a constatar la propia existencia, puesta en situación de crisis justamente por él. El despego ante el placer se funda, entre otras cosas, en la experiencia de que la entrega a su órbita es germen de dolor, por cuanto que también la estrechez del placer coloca en situación de crisis a la totalidad humana. Pero mientras el placer atrae, el dolor repele, y por eso mientras que alguna parte de nosotros mismos queda prendida en aquél, el dolor desentumece lo entero del hombre. De aquí que la lucha contra la sensualidad tenga algo de culturalmente estéril; mejor dicho, su rendimiento se obtiene a largo plazo, cuando las inclinaciones debilitadoras han sido desarraigadas y esa parte de nosotros mismos que se embota en el placer ha sido reincorporada a la totalidad de nuestra persona.

La preocupación por la aparición o surgimiento temporal del dolor se orienta hacia y culmina en la búsqueda de métodos capaces de conjurar a nuestro molesto acompañante. La idea de un surgimiento contingente del dolor reclama y se completa con la pretensión de hacerlo cesar. Si el dolor es algo sobrevenido al hombre, si ha entrado en su vida en un momento determinado, será posible desterrarlo, arrancarlo con medios humanos. Es entonces cuando se desarrolla propiamente una actitud humana ante el dolor. De ella es paradigma la medicina.

La medícina es, por antonomasia, la ocupación humana dirigida a remediar el dolor. Modernamente la medicina se ha racionalizado mucho y ha especializado y concretado su campo de atención por conexión con las ciencias experimentales. De este modo han aumentado las posibilidades prácticas de intervención en la causa de algunos dolores. También es cierto que la medicina ha sustituido progresivamente en el problema del origen el dolor las soluciones míticas y las explicaciones históricas generales por una depurada y precisa determinación de causas orgánicas. A pesar de ello, la medicina muestra una correspondencia estricta con las teorías dirigidas a descubrir el origen temporal del dolor.

La medicina contempla el dolor como aquello que ha de ser curado. La medicina se constituye como técnica -arte y método- dirigida a la desaparición del dolor. Pero la expresión que acabamos de subrayar es algo más que un objeto formal. No se trata de un simple ángulo de consideración del sufrimiento sino de una entera actitud humana adoptada ante él. Lo único que interesa del dolor es su desaparición. Más que sobre su estructura científica racionalizada, la medicina moderna -como toda medicina- se constituye en base a la categoría de curación. Del dolor importa -y en ello se cifra esta actitud humana- tan sólo su curación. La curación no es una categoría mental, sino, más radicalmente, una categoría de dedicación. Lo que hace el médico respecto al dolor no es, estrictamente, pensarlo, sino curarlo. Por eso, la armazón científica de la medicina no es lo que la constituye sino un puro medio instrumental. El paso de la biología a la medicina no se opera mediante una sustitución de objeto formal, sino por sustitución de una actitud humana por otra. No existe medicina como saber -el saber que acompaña a la medicina es biología, concepción animista o cualquier otro; no, en rigor, medicina-. La medicina pura es sólo actitud humana ante el dolor.

Cualquiera que sea la estima que merezca la medicina no deja de ser chocante el hecho de una actividad humana dirigida únicamente a la destrucción -del dolor-. Que el hombre no tenga nada que ver con el dolor fuera del intento de acabar con él no sería posible si el dolor tuviera algún sentido. En la medicina vemos comprobada nuestra primera afirmación: el dolor es un ininteligible. Veamos ahora algunas implicaciones de esto.

En el mundo existen realidades indiferentes y otras que justifican una dedicación, un quehacer humano organizado en torno a ellas, para investigarlas, fomentarlas, aprovecharlas, etc. Pero sólo al dolor corresponde una dedicación dirigida exclusivamente a destruirlo. Que el dolor no es un pensable comporta, en primer término, que es un destruible. El hombre no puede ponerse a pensar el dolor, pero puede ponerse a destruirlo. Frente a un teorema matemático, por ejemplo, el hombre es capaz de apropiarse un cierto sentido, que ingresa en su vida consciente, establece relaciones con otras ideas suyas, aumenta y perfecciona su caudal de conocimientos. En este sentido, el teorema matemático es una cifra de cierto despliegue humano. El dolor, en cambio, no puede cifrar ningún despliegue, pero sí puede provocarlo. Lo que en el hombre se despierta en orden al dolor es algo así como una región de su ser invocada por el dolor pero que no se despliega englobándolo sino en seco contra él. El comercio del hombre con las cosas dotadas de inteligibilidad entraña que el descubrimiento de sí mismo no es independiente del descubrimiento de ellas. En cambio, aquello que el dolor provoca en el hombre es exclusivamente humano. En la lucha con el dolor el hombre encuentra algo de sí mismo y sólo eso -otro ejemplo típico sería el miedo-.

Las observaciones precedentes llevan a plantear la siguiente pregunta: ¿qué justificación tiene la medicina? La cuestión tiene un gran interés, sobre todo hoy en que la medicina individual -y no sólo corporal sino también psíquica- y pública -reclamada como una de las soluciones ineludibles del llamado problema social- han llegado a embargar la conciencia occidental.

Los adelantos científicos y el perfeccionamiento de las técnicas de gobierno y conformación de la sociedad, están acostumbrando al hombre a exigir un remedio para todos y cada uno de sus males. El hombre postula curación; en cuanto es afectado por un daño cualquiera, su atención se dispara espontáneamente hacia el remedio. Es una consecuencia de ello, por ejemplo, el hecho de que las cargas presupuestarias dedicadas a hospitales o investigaciones médicas, y a aliviar las duras condiciones de vida de ciertos sectores de la sociedad, sean las que menos molestan al ciudadano medio. Y cuando un dolor se revela incurable, el suicidio se acepta como la solución natural.

En el límite, este estado de ánimo equivale a la absolutización de la categorización médica del dolor. Toda otra posible actitud ante el dolor es sustituida por la única comprensión del mismo según la categoría de curación. Si al médico, en cuanto que tal, sólo le interesa curar, parece que al hombre sólo le va interesando ser curado.

Como, por otra parte, el dolor abunda y las energías morales disminuyen a medida que la medicina desplaza toda otra actitud ante él, está resultando, insisto, que la vida humana se tiñe por entero de la intención de evitar el sufrimiento. De aquí la función mesiánica atribuida a los gestores de la lucha contra el malestar.

Tal absolutización de la actitud médica debe ser condenada sin más: empobrece la vida, encauza mal las energías humanas y debilita las más importantes.

En la justificación de la medicina va implícita precisamente la condena de su generalización. La razón de lo vicioso de esta generalización es lo parcial de la actitud médica. Combatir el dolor está justificado in casu, pero no in genere, por la razón decisiva de que los dolores concretos obedecen a causas contingentes y caen dentro del radio de accion de los medios humanos. Pero la raíz del dolor como tal es honda y está sustraida a la acción humana.

La curación del dolor como tal es una contradicción en los términos. Paralelamente, el significado del dolor para la vida humana es mutilado si se limita cifrándolo en la pretensión de curación; nótese, además que para desconocer la diferencia entre dolor concreto y dolor como tal, es decir, para perseguir incontroladamente la desaparición del dolor, la vida humana tiene que superficializarse.

Ante el dolor concreto está justificada la actitud médica. Como el dolor humano no es la mera suma de dolores concretos, la generalización de tal actitud es incorrecta. La categorización médica del dolor es perfectamente admisible y se corresponde con un determinado modo de presencia del dolor en la vida. Si se atiende exclusivamente a dicha presencia, el dolor debe combatirse. Pero al no coincidir dicha presencia con la raíz del sufrimiento, se abre un espacio que otra actitud debe llenar.

El dolor en cuanto curable está presente en la vida en la forma de obstáculo para el funcionamiento de alguna facultad u órgano, o de dificultad para el logro de un fin. Esto explica que en las épocas, como la nuestra, en que la vida se llena de fines y se entiende dinámicamente, el problema de la curación se agudice.

No debe confundirse el dolor en su categoría de curación con el dolor como fundamento de una exigencia de alivio. Este último es un tema especial.

La mordedura del dolor, atenazante, angustiosa, atormentadora, es una de sus oscuras dimensiones. Parece que el hombre es presa suya, queda a su merced, sometido a su dominio, suspendido en el uso de sus facultades.

El alivio del dolor viene exigido por el amor a la persona, hundida y "anegada" en el dolor, desaparecida en él. No se trata ya, propiamente, de curación del dolor, sino, de salvación de la persona, que no ha de ser curada, sino, más en el fondo, sacada del dolor. Con otras palabras, el acento del interés se desplaza del hecho doloroso al hombre doliente: es menester que aquél cese para que la persona se reintegre en su ser, no sólo en sus facultades. Si la atención se dirige derechamente al fondo, ya no considera el dolor como hecho sobrevenido o grieta contingente, accidental, sino como una situación personal, como una versión especial del modo de ser humano. El dolor se ha infiltrado hasta la persona y vibra con ella, la ha hecho violencia y la ha sumado a su órbita atroz.

Pero en la medida en que ello acontece, el dolor pierde su carácter concreto. Duele el alma o el cuerpo, pero como cuerpo o alma radicalmente, profundamente, míos: como yo. A la madré le duele la muerte de su hijo, pero como una parte de su ser y no como aflicción sobrevenida, simplemente. Se diría que la presencia del dolor tiende a confundirse con su raíz humana y así pierde especificidad. Soy yo el doliente, en el dolor de mi cuerpo o de mi alma.

Sin embargo, esta dimensión del dolor es, repito, muy oscura. ¿Cómo es posible este dominio del dolor sobre mí, que llega hasta mi conformación con él? ¿El dolor se abre paso hasta mi ser, o soy yo quien cede, quien le abre la puerta, en virtud de una abdicación o caída desde mi ser auténtico, de un agrietamiento de mi integridad? ¿Qué revelación de mi ser va en el dolor, oculta en su ininteligible ataque? ¿Quién ha descifrado esta revelación? ¿De qué modo es mío el dolor sentido?

Estas preguntas quedan pendientes. De momento baste señalar que plantearlas es poner sobre el tapete la cuestión de la raíz del dolor humano. En la crisis dolorosa, precisamente, está la prueba de que al dolor como tal no le corresponde una mera presencia sobrevenida en mi vida, sino que yo vivo en un estado, en una situación abierta de suyo al dolor. El hecho de que nadie haya descifrado la posible revelación implícita en el dolor, es decir, el hecho de que ante el dolor como crisis no quepa actitud ninguna, es también la prueba y la manifestación máxima del carácter ininteligible del dolor. Justamente en su raíz humana, el dolor es anegamiento de la persona.

Es claro también que, por lo común, el hombre no intenta siquiera atender al posible mensaje del dolor, sino que se limita a repudiarlo, a detestarlo, según la generalización de la actitud médica de que hemos hablado. Pero en algunas ocasiones el hombre se ha atrevido a preguntar a la esfinge dolorosa. Esto es lo que a continuación examinaremos.

2. La hernenéutica del dolor

¿Cómo juega el dolor en la vida humana en general, es decir, no polarizada ante él como actitud dirigida a suprimirlo? No siempre el hombre ha considerado el dolor como curable, bien porque no había descubierto el remedio, bien porque se daba cuenta de la inanidad definitiva de todo esfuerzo en esta dirección, bien porque orientándose hacia otras realidades, el dolor quedaba al margen y sólo era considerado de un modo oblicuo.

Hemos de examinar, pues, algunas actitudes humanas en orden al dolor distintas de la actitud médica y seguramente más hondas que ella. Pueden caracterizarse, en general, como actitudes ante realidades inteligibles en cuya adopción ha influido el dolor. En ellas el dolor sigue funcionando como ininteligible, pero en el modo concreto de cuestión capital cuya solución se busca dentro del marco de una concepción global del mundo y de la vida. El dolor es un elemento sombrío y perturbador cuya inclusión en una metafísica es difícil por cuanto se opone a la claridad y al juego armónico del ser. El problema no es meramente especulativo, como tampoco lo es la metafísica genuina. Y tal vez al dolor se deba, principalmente, que la filosofía interrumpa su vuelo excesivamente ágil y sin peso, y vuelva a la tierra para intentar su ascensión con la carga de la existencia humana a cuestas.

La pregunta que encabeza este apartado -cómo juega el dolor en la concepción de la vida humana- es susceptible de dos sentidos: cómo han entendido los hombres que juega, cómo han organizado su vida teniéndolo en cuenta y, cómo juega en el fondo, independientemente de las interpretaciones dadas. Con el examen de las soluciones humanas al problema del dolor intentamos responder al primer aspecto de la pregunta.

La actitud hindú. Muy esquemáticamente cabe caracterizarla como actitud humana general adoptada en base a una conciencia del dolor de tal intensidad que suspende toda inspiración y estímulo positivos provenientes, primariamente, de las restantes realidades; y que, paralelamente, influye decisivamente en la metafísica.

El indio tiene una conciencia exacerbada de sus faltas, que cree acumuladas en existencias anteriores. No se trata, en rigor, del sentido cristiano del pecado. Esas faltas constituyen un fardo agobiante que oprime al hombre en tanto que le inclina a conceder realidad independiente al término de sus deseos. Es una ilusión de la que hay que liberarse; tal liberación es la tarea fundamental y verdaderamente única de la vida, lo cual no puede ser más lógico desde las premisas indicadas. El dolor no juega en el ámbito general de la vida como un factor más, sino que agosta y marchita todo el resto. Por eso, la remisión de la falta no se incardina en una actividad positiva que comprenda la naturaleza, sino que convierte la conducta en un método encaminado a liberarse de la naturaleza contaminada.

El dolor es criterio dominante, es decir, único: funda y provoca una sentencia sobre la vida. "El cuerpo es dolor porque en él están los dolores; los sentidos, los objetos, las percepciones son dolor porque llevan al sufrimiento; el mismo placer es sufrimiento porque es seguido de sufrimiento". Estos tres "porques" nos dan la clave. Es el dolor como tenaza, como fatalidad -Karman-. El indio está todo en la empresa de escabullirse del sufrimiento, como el luchador de la presa de su contrario.

La vida india está aplastada por la conciencia del dolor. En estas condiciones no es posible el dinamismo histórico y cultural. La vida queda vacía al ser entendida desde la ininteligibilidad del dolor. Se trata de una vida crispada, que no soporta el dolor en virtud del interés por las realidades positivas, sino que sucumbe a él al adivinarlo en cualquier proceso. Por el dolor, el resto pierde su sentido independiente. Claro está que así no es posible tampoco la desesperación.

La actitud hindú es distinta de la médica. No es curar el dolor lo que le interesa, sino, más bien, evadirse de él, creyendo que en esta evasión está la vía de llegada a un trasmundo. Esto es lo decisivo. Curar es restablecer un status, la lucha del indio contra el dolor es método, camino del espíritu hacia una región inmaterial. ¿Qué haría con una vida sin dolor? Respetarla, no tocarla siquiera. Pero en la vida humana el dolor no es una perturbación accidental sobrevenida en un marco general de sentidos positivos mundanos e históricos, sino un punto de referencia del que alejarse para ir a parar al transmundo. Más que una técnica de curación es una técnica de evasión. La evasión desemboca en el Ser. El dolor es uno de los términos de una relación dialéctica.

Sin embargo, la debilitación de la vida por efecto del dolor se transmite al sentido del Ser. Tal debilitación es, en concreto, el panteísmo. El panteísmo indio es la disolución en lo más universal, es decir, una vaguedad. La metafísica hindú es especulación pura, es decir, intuición sin peso humano. Ello no sería posible sin la función determinante de la realidad sensible que asume el dolor. El dolor ha hecho abortar el yo y por eso el Ser no tiene por qué dar razón de él.

Así pues, la inserción del dolor dentro de un marco metafísico está muy lejos de constituir una intelección del mismo. El sufrimiento en la India es un sin-sentido que ha de enmudecer en tanto que se proyecta sobre la realidad circundante. Si es así como funciona, es un ininteligible, pero no aislado o puesto en cuarentena, sino en marcha, inserto en una mecánica temporal como término dialéctico de la estabilidad mental. De esta manera, el dolor juega como escollo. Hincar en él la mente es algo semejante a una gimnasia del espíritu que lo domina y lo rompe. Después de ello el ímpetu metafísico se estanca falto de vigor, sin nuevos interrogantes.

La actitud griega. Trataremos de evocarla basándonos en unos comentarios de W. Jaeger.

En el Prometeo encadenado de Esquilo, el coro se dirige al héroe: "Me estremezco al verte desgarrado por mil tormentos. Sin temblar ante Zeus, te esfuerzas con toda tu alma al servicio de la humanidad, Prometeo. Pero, ¡qué inclemente es contigo la clemencia misma! ¿Dónde está tu defensa? ¿Dónde la clemencia de los mortales? ¿Has visto la raquítica y fantasmagórica impotencia que mantiene encadenado al linaje humano?". Y en Agamenón: "El (Zeus) ha abierto el camino al conocimiento de los mortales mediante esta ley: por el dolor a la sabiduría. En lugar del sueño brota en el corazón la pena que recuerda la culpa".

Sobre Sófocles dice Jaeger: "Este hombre (Edipo), sobre el cual parece gravitar el peso de todos los dolores del mundo, fué desde un principio una figura de la más alta fuerza simbólica. Se convierte en el hombre doliente sin más. Lo presenta ante los ojos del espectador en el instante en que se maldice a sí mismo y desesperado desea aniquilar su propia existencia, del mismo modo que ha apagado, con sus mismas manos, la luz de sus ojos. Lo mismo que en Electra, en el momento en que la figura llega a su plenitud trágica, corta el poeta súbitamente el hilo de la acción.

Es altamente significativo que Sófocles poco antes de su muerte tomara de nuevo el tema de Edipo. Sería un error esperar de este segundo Edipo la resolución final del problema. Ni el destino ni Edipo son absueltos o condenados. Sin embargo, el poeta parece considerar aquí el dolor desde un punto de vista más alto. Es un último encuentro con el viejo peregrino sin reposo, poco antes de que haya alcanzado su fin. Su noble naturaleza permanece inquebrantable en su impetuosa fuerza, a pesar de la desventura y la vejez... El coro siente su terror, pero aún más su grandeza... La muerte de Edipo se halla envuelta en el misterio. Sale solo y sin guía al bosque y nadie le ve ya más. Incomprensible como el camino del dolor, por el cual conduce la divinidad a Edipo, es el milagro de la salvación que al fin espera. "Los dioses que te hirieron, te levantarán de nuevo en alto". Ningún ojo mortal puede ver este misterio. Sólo es posible participar en él mediante la consagración al dolor. No es posible saber cómo, pero la consagración al dolor le aproxima a los dioses y le separa del resto de los mortales. Ahora descansa en la colina de Colono, en la patria querida del poeta, en los bosques siempre verdes de las Euménides, en cuyas ramas canta el ruiseñor.

El griego se estremeció ante el dolor. Como una nube oscura y sobrecogedora, antítesis de la luminosidad, se extendió el dolor sobre su alma sensible, dotada de una intuición innata para lo armónico y lo claro, y la sumió en una temblorosa vibración. Como una ráfaga inhóspita, que despierta una angustiada incomprensión, así pasó el dolor por la historia griega, encogiendo su impulso, agostando su alegría y desencadenando un progresivo pesimismo, un desesperanzado intento de acomodación. "Se desgarra ante el miedo su corazón ensombrecido", dice también Eurípides (Los persas). "El demonio del destino halló el reposo cuando los hubo vencido" (Los siete contra Tebas).

La actitud griega ante el dolor se plasmó en la idea del destino, al que el hombre está entregado y así despersonalizado, entregado al juego de fuerzas impersonales. La vida humana es una lira pulsada por dedos extraños y por eso melodía indescifrable para el yo, puro argumento sin personaje. Ese es el sentido de la intervención del coro en la tragedia, anónima expresión del desarraigamiento de la psique respecto al yo. El devenir, la biografía del hombre, es un caso concreto del destino universal y el hombre, a lo sumo, un trozo del cosmos; eso es lo que va diciendo el coro.

Así pues, el dolor es también para el griego un obstáculo insuperable. Incapaz de sostenerse ante el dolor -como no sea en la crispación estoica, que, por lo demás, está muy lejos de ser una auténtica actitud ante el dolor- el griego pierde el sentido personal, abdica en su naturaleza. Sófocles avanzó en la elaboración de esta idea. El hombre asume el destino y hace suya la tragedia, la vive y pone al servicio de su desarrollo sus fuerzas psicológicas. De este modo el profundo y rico contenido de lo humano sale a luz, al menos en parte, cifrado en la tarea de dar la versión humana real del esquema de ley universal que está en juego.

El sufrimiento despierta lo humano, hace resonar su gran riqueza de sentido. Pero, a pesar de ello, el resultado final es un límite, una impotencia. Precisamente porque sale a luz impulsado por el dolor, el hombre queda enredado en él. El dolor hace de acicate, pero también, e inseparablemente, de freno y barrera. Frente al dolor, el hombre helénico se instala en su naturaleza, en su sustancia -ousía-, es decir, resbala desde su integridad personal, incapaz de sostenerse en ella ante aquél.

Esta es la innegable angostura del mundo clásico: el dolor como horizonte. La cultura griega, en su magnífico despliegue, queda en la región de acá. ¿Qué hay más allá del dolor? El griego no llegó a contestar, no llegó a ponerse en camino hacia este nuevo horizonte, no asumió la vía de reconquista del Paraíso, ante cuya entrada el ángel de la espada de fuego -permítase por un momento esta exégesis- reduce al hombre, disminuye su estatura, desbarata su empresa, lo mantiene en su decaimiento según el dolor .

Con otras palabras: la cultura griega nos permite adivinar que el dolor es, sencillamente, la cifra de una diferencia de nivel. La diferencia entre el hombre antes de la caída y después de ella está presente en él como dolor. En el lugar de la integridad humana está el dolor: es su falta real. Lo que hay más allá del dolor es la realidad íntegra. Pero, ¿quién la ha visto?

La actitud de Job . Es característico del libro de Job, en orden al tema del dolor, el hecho de que la personalidad de Job no es abatida a ras del suelo ante su acometida, no queda borrada y sumida en una penosa interrogación dirigida en último término al vacío, es decir, sin esperanza de respuesta. Paralelamente, el dolor no es determinante de una concepción general del mundo, sino que depende de una primaria interpretación de la realidad, en función de ella juega y, al final, desaparece en un gozoso restablecimiento de una cierta plenitud. No quiere esto decir que en el libro de Job el problema del sufrimiento está resuelto en toda la línea; se trata más bien de un triunfo sobre el dolor conseguido por una fundamental convicción, o fe, en la absoluta trascendencia del Ser. El dolor no llega a teñir la vida toda como situación insuperable, porque la vida humana está anclada definitivamente en la fe en Dios. -"Aunque me mate, en El esperaré"-. Por eso, aunque no se diga cómo juega el dolor en este ámbito divino, es decir, cómo es asumido el dolor precisamente en la coexistencia Dios-Hombre, llega un momento en que el dolor es definitivamente pasado y la inquebrantable realidad de que depende el hombre se impone plenamente.

El más claro rasgo de la vida israelita es la posibilidad de apertura a una profunda exultación. No cabe definirla por entero, pero sí, al menos encuadrarla en dos coordenadas. La primera, que se trata de un gozo que embarga al hombre entero, es decir, que cuando aparece se extiende sin solución de continuidad a todos los estratos del ser humano y se los lleva, los sostiene y mueve sacándolos de toda inercia. La segunda, que se funda en la fe, es decir, en la sustitución de todo criterio o centro de referencia contingente por el Absoluto. Por eso, cuando el dolor aparece, y muestra la verdadera condición del hombre, su pequeñez, su fragilidad e inseguridad, tal descubrimiento no se condensa en un juicio definitivo, no funda una conclusión pesimista como último resultado y sentido definitivo de la existencia, sino que sobre ella sobrenada, sin ser afectado en lo más mínimo, el único criterio válido en último término, es decir, Dios mismo.

Los dolores de Job, plenamente interiorizados, son saber acerca de sí mismo:

Tomó, pues, la palabra Job y dijo:
Pereciera el día en que yo había de nacer.
Y la noche en que se dijo: "Un varón ha sido concebido" (3, 2-3).
¡Ojala pudiera pesarse mi disgusto. Y mi infortunio se pusiera en la balanza!
¡Porque él es más pesado que la arena de los mares (6, 2-3).
Y por eso mis palabras son asollozadas. Apártate de mí y me confortaré un poco. Antes de que me vaya para no volver (10, 20-21).
¡Quién me diera estar cual en los meses de antaño. Como en los días en que Eloah me guardaba! Cuando hacía El brillar su lámpara sobre mi cabeza. Y a su luz caminaba yo por las tinieblas (29, 2-3).

Pero, insisto, no es este saber el centro de referencia último. La razón no puede ser más que ésta: la posibilidad de definirse a sí mismo en orden al dolor sucumbe ante la posibilidad de considerarse en orden a Dios. Dios es más profundo que yo para mí. Este es el resultado del libro de Job, que hubiera sido truncado con la victoria de las formalistas posiciones de los amigos de Job, los cuales daban la razón a Dios desde fuera, y más en base a un criterio legalista que a una experiencia íntima.

He aquí el núcleo de la salvación del dolor, grandioso hallazgo. La auténtica comprensión de sí mismo no tiene como punto de referencia correcto el dolor -por eso, yo no soy lo que el dolor me permite concluir- por cuanto yo doliente no soy mi centro de interés máximo. Una existencia anclada en Dios, para la cual Dios es más que yo para y en mí mismo, eso es lo que el libro de Job va exponiendo.

Y Yahveh respondió a Job del seno de la tempestad y dijo: "¿Quién es ese que oscurece la Providencia. Con palabras vacías de saber? Cíñete, pues, como varón los lomos. Voy a preguntarte y me instruirás. ¿Dónde estabas al fundar yo la tierra? Indícalo si tienes inteligencia. ¿Quién señaló sus dimensiones o quién extendió sobre ella cordel? ¿Se te han mostrado las puertas de la muerte. Y las puertas de la sombra viste? ¿Por qué camino habita la luz? Y las tinieblas, ¿cuál es su sitio? (38, 1-5; 17 y 19).

Y Job respondió a Yahveh y dijo: Sé que todo lo puedes. Y que no te es imposible plan alguno.

&emdash;¿Quién es ese que oscurece la Providencia sin sabiduría. Así, pues, traté sin comprender. De maravillas superiores a mí, que no conocía.
&emdash;Escucha, pues, y yo hablaré. Yo te preguntaré y me instruirás. De oídas sólo había sabido de ti. Mas ahora te han visto mis ojos Por eso me retracto y arrepiento sobre polvo y ceniza" (42, 1-6).

La penitencia de Job cierra el tremendo diálogo: pequeñez y fe; el hombre y Dios. De la potente vivencia del dolor no queda ni rastro.

Sin embargo, en el libro de Job el dolor no está descifrado, al menos radicalmente. Simplemente, ha sido abrasado, se ha desvanecido como toda propia preocupación o situación ante la realidad subyugadora de Dios. Dios es todo y, por tanto, yo nada. Pero entiéndase; nada en mí o para mí, no en un orden de consideraciones genéricas. Dios y el hombre; pero el hombre sin nada; pequeñez pura y, por lo tanto, también sin dolor. La posibilidad de una dialéctica entre Dios y el hombre en orden al dolor ha sido anulada. Para que el hombre entero, con sus situaciones y sus dolores aparezca ante el Padre, se sostenga y despliegue según la fe, en su ámbito, es necesaria la piedra angular, Jesucristo.

La actitud de M. Heidegger. En la Antropología existencialista alcanza el sentido luterano del hombre una expresión máxima. Para Lutero, el hombre es una determinada cosa; y eso que es, el hombre lo sabe. Lo decisivo es tanto aquello que el hombre es, su determinación como pecado, que no puede variar, cuanto la conciencia de eso. El sentido luterano del hombre es una definición sabida, existida. Esta perspectiva, que es también el fondo de una actitud, ha tenido gran importancia histórica. Puede decirse que ha dislocado la Edad Moderna.

¿Qué significa yo me sé? En el fondo, que yo me asumo, que yo soy el protagonista de un drama cuyo argumento soy yo. La vida humana es inmanencia, pero no de cualquier tipo, sino, estrictamente, inmanencia dramática. No una inmanencia tranquila o hecha de panoramas interiores, sino una inmanencia de destino y tensión. Al saberme, mi libertad se ejerce, por fuerza, respecto de mí; yo me decido respecto de mi propio ser. Por eso, libertad e intuición propia coinciden exactamente. En el momento en que tomándome como punto de referencia decido, soy. El ser que es en el modo de ser sabido por mí sólo existe en la libertad. La libertad es condición posicional, lugar óntico de mi esencia.

Supongamos ahora que mi esencia es intolerable -dolorosa-. Supongamos que no ha lugar un gozoso complacerse en ella, sino que mi propio contenido está vacío de lo que -hipotéticamente- podría llamarse justificación de complacencia; es decir, que no hay nada en mí que pueda fundar una entrega exultante de mi libertad a ello. Entonces mi libertad será una pura y seca resolución. No podrán identificarse libertad y amor, sino que mi libertad será en el modo de ausencia final de todo preocuparse; será libertad ante la nada. No la nada como cero ontológico, sino la nada inmanente, es decir, yo como ser cuya última posibilidad es la muerte. Este es el balance de Sein und Zeit.

Heidegger, pues, ha visto la última posibilidad de un existir sin descanso. Si el existente, en vez de ser anegado por su ser arrojado al mundo recoge todas sus energías, por así decirlo, ante ese ser embargado por la Sorge, queda asomado a la nada. Es claro que sólo un egocentrismo enteramente previo -sich-vorweg-sein- puede admitir ese final como susceptible de decisión .

Así, pues, nuestro examen de las actitudes humanas ante el dolor confirma la tesis sentada al principio: el dolor es, precisamente, un ininteligible.

Volvamos a plantear la pregunta: ¿es el dolor algo accidental o algo sustancial para el hombre? Ahora estamos en condiciones de ver las implicaciones de la solución negativa a ambos términos de esta disyunción.

El dolor no es algo accidental. El advenimiento del dolor no es semejante al de una propiedad de la naturaleza, ni al de un objeto cultural o de cualquier suceso histórico. No es algo sobrevenido, cuya presencia en el sujeto se añada al ser de éste, el cual por tanto puede ser considerado como esencia separadamente. Por ello, ninguna explicación histórica del origen del dolor es válida. Y también por lo mismo el dolor no puede ser desterrado de la vida humana. Los recursos operativos del hombre son eficaces respecto a tal o cual dolor, pero el dolor ut sic se les escapa. El dolor ocurre en una zona humana muy honda.

Pero el dolor no es tampoco sustancia. A pesar de que su persistencia y arraigo profundo llevan a pensar que el dolor pertenece a la misma condición humana, lo sustancial no puede ser dolor, o al revés. La noción de sustancia expresa una íntima consistencia sólida y bien compacta que es incompatible con la crisis o ruptura propia, ínsita, en el dolor: que le duela a uno su propia sustancia equivaldría a corromperse, es decir, a que este sentido positivo de la realidad dejara de ser.

En resumen, el dolor no es una realidad que vague por el mundo abstraída del hombre, y que le acometa desde fuera. Pero tampoco es un constitutivo primario del ser humano, originariamente comprendido en su patrimonio real. Al dolor corresponde, pues, necesariamente, aparición en el ser humano, surgimiento, aunque no sea de índole histórica. La profundidad de la instalación del dolor en nuestro propio ser exige que el hombre le haga sitio. Por eso el dolor es el argumento metafísico decisivo en favor de la diferencia entre un status integritatis y el status iste.

No hay dolor sin doliente. Dolor y doliente no son términos meramente correspondientes, como objeto y sujeto -el dolor no es objeto, no es inteligible-, sino que el doliente es la condición metafísica de posibilidad del dolor humano; por eso, no hay dolor abstracto o en sí.

El dolor se instala, se inserta, en nuestro ser. Pero no de cualquier modo, sino en el sentido preciso de que el dolor no es ni siquiera posible sin esa inserción. Dolor e inserción son exactamente lo mismo. Por eso, abrir la puerta a la aparición del dolor es algo que sólo el hombre ha podido hacer. A diferencia de otras realidades, en las cuales puede distinguirse esencia y existencia -el hecho de que sean y lo que son-, el dolor se constituye como tal en cuanto que se instala en el hombre. Si se quiere, es un accidente sin esencia, integrado puramente por su in esse. Por ello mismo, se trata de un in esse "elaborado" por el hombre.

Si el hombre no hiciese sitio al dolor, es decir, si, siendo integralmente activo, no le diera entrada, el dolor no estaría en ninguna parte. La condición del dolor es la quiebra de la actividad.

En Antropología cabe distinguir dos grandes grupos de realidades: las afecciones y los actos. Se llaman afecciones a las recepciones del mundo exterior por el hombre. El hombre tiene presente y recibido, diríamos trasplantado, el mundo. En este sentido, un caudal externo está en él, el hombre lo aguanta en tanto que ejerce una actividad que lo posee o lo admite. Pero por eso mismo, la presencia inmanente del mundo es cognoscitiva, teórica: no le corresponde ni la existencia del hombre ni la existencia de las cosas, sino lo que suele llamarse ser intencional, o inteligible. Pero, como ya se ha dicho, el dolor es ininteligible.

Se llaman actos a lo originalmente puesto por el hombre; su primaria aportación. En este sentido conocer es acto. Ahora bien, el acto humano por excelencia es el amor personal. De él depende la superación del momento afectivo por la acción cognoscitiva: el amor es, sin más, amor realitatis. Con el amor, el hombre responde a la realidad, existe en el modo de una correspondencia con la hondura de las cosas. No debe confundirse el amor con la pasión, que es un elemento de la afección.

En el amor personal el hombre realiza y expresa su ser en relación a algo más que la posesión cognoscitiva. Sin él quedaría prisionero de la afección o limitado a la dualidad entre estímulo y reacción. Por eso la persona humana es más radical que la sustancia: es el supuesto de los actos; pero dicho supuesto es, obviamente, acto, esto es, acto primero.

El amor personal humano, reflejo del Amor Increado, es un fundamento y acto primordial y por eso condición real de la integridad de cualquier operación humana. A él corresponden dos momentos, tejiendo los cuales lleva a cabo el hombre su respuesta a la llamada creadora, es decir, la realización de su destino. Es el primero el descubrimiento del ideal.

El ideal es superación del conocimiento por llegar a las cosas en cuanto que procedentes de la Causa Primera -advertencia del ser creado-. El amor coloca a la realidad más allá de todo horizonte, salta de la cosa como concrección hic et nunc o como inteligibilidad específica y abstraída, a su modelo absoluto. El amor es, como amor personalis, una inducción de Dios. En el amor se expresa la imposibilidad genuinamente humana de detenerse en el ámbito del mundo como sistema cerrado -el hombre, radicalmente, no existe dentro del mundo-. Incluso en su dimensión psicológica, el amor no puede ser entendido como una reacción meramente funcional ante las cosas -afección-. El hombre puede amar a las cosas en sí, pero no por sí; el motivo del amor personal está absolutizado. De este modo, con el amor el hombre cala la hondura real, la estrecha conexión de la cosa con su Causa, fuera de la cual la realidad creada no cabe. Precisamente por eso, un amor desordenado no es la mera limitación a un dato, sino una subversión del ordo amoris.

El segundo momento es la realización del ideal. La indúcción de lo divino no es estática ni extática, sino que funda precisamente la cultura, entendida en su valor más general y auténtico, como simbolización expresiva del ideal que lleva a cabo el hombre con la realidad de sus actos. Ya decía Platón que el amor es el afán de engendrar en la belleza. Este engendrar debe entenderse como producción de actos cuajados de sentido en los cuales el hombre es fiel a su ser y así a su carácter de imago Dei. En tales actos el ideal se realiza y el hombre anda su camino -camino de perfección, que sólo se recorre en la medida del adensamiento, del aumento del peso en realidad; y no en el modo de la traslación en un tiempo-.

Así, pues, el ordo amoris es el ordo realis. La persona es el ser donal. Según su carácter donal, el hombre es tanto en sí como en relación: coexiste. El descubrimiento del ser va más allá de la sustancia porque arranca más acá que ella -en este sentido se dice que la persona subsiste-. Al anticiparse a cualquier dato lo asume según su propia actividad; es así como el dato se encaja en su ser.

Pues bien, el dolor no es ni un acto ni una afección, sino un tercer elemento cuya introducción es posible en la medida en que la quiebra del acto debilita, más o menos profundamente, la asunción -y modulación real- de la afección o dato. La recepción del mundo no anega al ser humano justamente porque se trata de un ser activo y no meramente reaccional. Pero si este ser activo es vulnerado o debilitado, la irrupción de las cosas no se limita a afección accidental, sino que llega a lo hondo, es decir, alcanza al ser personal justo en la medida en que éste ha agrietado su actividad. Sólo la quiebra de la actividad donal es condición y raíz del dolor. El dolor viene a ser, pues, una ruptura de la serie afecciónamor, un llegar hasta la persona el mundo debido a la ausencia -parcial- de actividad donal. Pero eso no es inteligible.

La quiebra del ser personal es algo así como un agrietamiento por cuyas fracturas se produce un anegamiento. Pero no es la quiebra de un bloque, de una sustancia, sino de un acto que traduce su disminución en dolor. Precisamente por esto la actividad humana tiene tanto que ver con el dolor. No hay dolor humano sin doliente porque el dolor sólo es posible en la persona. Pero ser doliente no es precisamente sentir dolor, sino más bien estar en situación de dolor y sólo por ello, padecerlo, sentirlo; se está abierto al dolor como una casa sin puertas está abierta al aire del campo. Por eso el dolor no se limita a ser un sufrimiento particular. El dolor como tal es situación personal, el espacio que puede ser llenado de cualquier dolor concreto. De aquí que sólo el pecado, la quiebra del ordo amoris, sea el dolor como tal. El pecado es el dolor, se sienta o no. Las cosas son dolor en el pecado, es decir en la incomprensión radical -por quiebra del amor-. Sin embargo, no necesariamente en el pecado personal. Cabe dolor sin pecado personal; es el dolor en el seno del amor, un misterio del que trataremos más adelante.

El hombre es ser-vocado, llamado, y, por lo tanto, respuesta. El dolor es innominación y, por lo tanto, no respuesta, castigo. Por eso, el hombre no puede enfrentarse con el dolor. El dolor puede estimular la acción o hacer desistir o provocar la rebelión porque no aniquila a la persona. Pero no cabe que la persona lo supere de frente, lo expulse de sí. Se trata de una imposibilidad humana completa, y por eso la historia registra constantemente miradas oblicuas, reacciones marginales ante el dolor. El hombre tiene dolor como aquello a que no es llamado, como quiebra de su ser-amor. El dolor marca una pérdida del destinarse. Sólo por ello cabe que las cosas "produzcan" dolor, que el hombre las reciba así, y, en consecuencia que las grietas de la conciencia sean ocupadas por el sufrimiento, como decíamos al principio. La ininteligibilidad es llenada por el dolor. La expresión "el dolor es ininteligible" es todavía débil; habría que decir "la ininteligibilidad es dolor y nada más"; eso que llamamos dolor es, metafísicamente, ininteligibilidad. Pero no ininteligibilidad como enigma objetivado, sino debida a la quiebra del amor donal que la persona humana necesita para corresponderse con la inteligibilidad.

Hemos dicho que el dolor es una situación personal y no una sensación particular. Pero la noción de situación personal piede ser mal entendida. No se trata de un lugar en que se encuentre la persona toda, ni de un factor que entre en la constitución de una sustancia. Aquí la primacía corresponde a la persona. La persona está en situación de dolor en cuanto que lo admite como quiebra y no en cuanto que quede a merced de él considerado como realidad primaria. No hay tal carácter primario del dolor. El dolor es quiebra de actividad donal y por eso juega respecto de ella -y no ella respecto de él-. La inclusión del dolor en la existencia no se lleva a cabo en el modo de una corrupción de esta última, porque a la existencia corresponde carácter primario siempre y en todo caso. La existencia no es dolor ni se transforma en dolor, sino que éste de ella depende como quiebra. Quiebra, paralelamente, no significa ruptura por golpe, sino, más bien, lesión por inobservancia de un orden, lesión respecto de un culminar, posible sólo porque se es llamado, y no lesión plasmada en un ser actual .

De aquí que el dolor juegue junto al despliegue del ser humano y se mezcle en su vida, y no, en cambio, que constituya su base. El ser personal tampoco es una base aquí y ahora, sino un acto donal destinado. El dolor afecta al destinarse.

II. LA DIMENSION TEOLOGICA

1. Creador y criatura

El ser se divide en dos: creado e Increado. La criatura es por Dios, es decir, por su causa, o por destinarse a su Creador. En cambio, el Ser increado es independiente de la criatura, es sin necesidad de ella. Por lo tanto, el "hecho de la creación" no modifica en sentido alguno a Dios, no significa para El comienzo ni mutación; crear no es una operación distinta del Ser divino. Si Dios es independiente de la criatura no se determina respecto de ella. De dónde que no deba entenderse la creación en base a las ideas de producción o moldeamiento, ni a la criatura como un producido o elaborado, puesto que tales ideas comportan la de un agente directamente comprometido respecto a su efecto. Dios no es causa-en orden al efecto. Dios, en suma, es independiente de la criatura precisamente dada la creación. La independencia divina persiste, permanece, respecto a la criatura y no es, en cambio, la mera idea de una ausencia de necesidad metafísica del "hecho" de crear. Decir que Dios es libre de crear o de no crear, es un modo débil de entender la radical independencia divina. En el fondo, lo que ocurre es que, aunque Dios cree, no se produce una especial determinación. Dios no es, pues, ni libre ni no libre de crear; esta disyuntiva es superficial. Lo que debe decirse es que la criatura no es término determinante de acción divina y que, por tanto, es demasiado poco para determinar la libertad de Dios: Dios no se pone como libre respecto a ella. Es, asimismo, inútil, en metafísica, preocuparse por asegurar la inmutabilidad divina en orden a la creación. El tema no ha ni siquiera lugar. Es, además, perjudicial porque la idea de inmutabilidad que así se pretende asegurar, se coloca ante la atención en lugar del Ser divino como Acto.

El sentido de la última proposición subrayada es éste: dada la criatura, Dios no es, en correspondencia con ella, una pura indiferencia sino, precisamente, la entera positividad de su Ser. Justo porque Dios no se determina respecto a la criatura, no tenemos derecho a pensar un Dios como mera ausencia -lógica- de determinación en orden a ella, sino que tenemos que admitir el ser divino entero, o lo que es igual, advertida la criatura, Dios no es una conclusión lógica sino un Ser vivo. A partir de la criatura no se dibuja un orden de necesidades lógicas, como alguna de las cuales Dios se alcance. No es éste el sentido de la demostración de la existencia de Dios. Más aún: en la demostración la criatura no funciona como un supuesto, base de conclusiones, sino como un necesitado de explicación, explicación que es todo el Ser divino. La criatura no fundamenta necesidad divina alguna; no podríamos decir que alcanzamos a Dios en virtud de una razón suficiente de postulaciones que se dan en la criatura -esto es contradictorio con la noción misma de criatura-; sino que, en orden a la criatura, el Ser divino es entero, precisamente por la imposibilidad de admitir una determinación parcial de Dios en función de la criatura. Nótese que en cualquier otro sentido no podría hablarse de demostración de la existencia de Dios.

O sea, que no puede decirse que la creación deje a Dios indiferente é inmutado. Esta perspectiva negativa, "eximente", no sirve -aunque en ella no hay falsedad; no es ésta la cuestión-; hay que hacer girar ciento ochenta grados la atención. Con la criatura se corresponde Dios entero. La criatura no es base suficiente para esta proposición: "Dios es un inalterado por la criatura", porque, sutilmente, esta proposición ve a Dios desde la criatura, lo cual es absurdo, ya que la criatura no puede determinar ni positiva ni negativamente nada divino. La proposición correcta sería: "Dios se corresponde con la criatura como Dios, porque Dios no tiene que dejar de ser para que la criatura -que no es Dios- no lo afecte".

Dios no puede crear más que siendo. Dios hace real la criatura, pero la realidad de la criatura tiene como condición en Dios el Ser divino. Dios es el Ser necesario, pero esta necesidad suya de ser hay que entenderla a la vez que se entiende la criatura; en una visión en que entre y sea considerada la criatura. La proposición "Dios es el Ser necesario, en el sentido de que no puede dejar de ser y de que es inmutable", es una reducción -todo lo legítima que se quiera- de Dios a la mente humana. En su lugar hay que sentar esta otra: "la necesidad del Ser divino debe verse en orden a la realidad creada; sin esa necesidad la realidad creada no es, no ya posible, sino real. Entre Dios y la criatura no hay conexiones lógicas, sino que Dios es el Ser que, siendo, hace-ser, da el ser". Por eso la criatura demuestra rigurosamente la existencia de Dios.

Un ser-hecho es el efecto, no de una operación, sino del Ser. Lo que hace-ser es el Ser. Dios es causa como Dios. Preocuparse de resolver el problema de haccr compatible la creación con la independencia divina es, en el fondo, una perspectiva sin perspectivas. Tal problema es un pseudoproblema y atendiendo a él nos salimos de la metafísica. Dios no es la Causa de la criatura en virtud de la idea de causa, sino en virtud del Ser divino. Y sólo por ello el principio de causalidad tiene valor trascendental.

La criatura es encerrada o abarcada en el Ser divino; existe en El. La advertencia de la realidad creada no se hace en virtud de ella misma, en ella misma como sí misma. Pero precisamente por ello, la lógica nos deja en la superficie del tema. Para admitir la existencia creada hay que admitir la existencia divina en su despliegue absoluto -"esse, quod in rebus creatis inest, non est intelligibile nisi ut deductum ab esse divino" (Tomás de Aquino, De potentia, q. 3, a. 5 ad 1)- y no solamente como conclusión de una necesidad lógica. Tal necesidad lógica resulta de la consideración de las criaturas como dato, no de su consideración en profundidad, que sólo es posible invirtiendo el orden, sosteniendo la absoluta prioridad de Dios.

Existir en Dios significa: la criatura tiene correspondencia Divina; a, criatura, en Dios es A, Dios. Dicha correspondencia se establece entre las existencias y no, en cambio, directamente, en el terreno eidético. Por eso no podría decirse, meramente, que la esencia creada tiene su modelo en Dios, o que es un precipitado degradado de la Esencia divina, sino que la existencia, la actividad creada, exige la actividad existencial divina: Dios es creador "con" su Ser. No se trata de Dios como modelo, sino de Dios como Causa -"Deus non est esse essentiale sed causale rerum creatarum", dice también Santo Tomás-. En Dios no caben meros posibles. Dios tiene que ver con la existencia y por ello es modelo en ese orden, no fuera de él: a es la criatura existente, hecha-ser; A es Dios como Acto. Sólo en la medida de la actividad divina entera cabe la criatura. Ser-hecho es ser superado absolutamente por Dios. La incomparabilidad criatura-Creador se ejerce justo en el terreno concreto de la constitución de la criatura como ser. Tanto no se detiene o se dedica Dios a hacer la criatura, que para El "hacer" no se añade a Existir, a su Ser Acto.

Por revelación sabemos de la existencia del Verbo, segunda Persona divina. Apoyándonos en el dato revelado, sentaremos que sólo el Logos hace posible (mejor dicho, real) la creación. Es en el Verbo donde es creado el ser. La criatura es en la Expresión viva del Padre. Nada creado existe sin que el Verbo diga al Padre y es en ese decir donde es-hecho todo. En el ámbito de Vida absoluta abierto desde el Hijo -como Hijo- resuena y vive como Dios mismo la creación entera. De aquí que para el Padre, es decir, en absoluto, el universo sea por el Hijo, y sin el Hijo no sea. Por así decirlo, la criatura no tiene relación con el Padre, sin el Verbo. Para el Padre, el universo no cuenta, no está creado, sino en el Hijo. El carácter de intermediario del Verbo no es moral o jurídico, sino estrictamente creador. Las obras ad extra son comunes.

2. La noción de elevación

Se entiende, en general, por elevación una acción divina ejercida respecto de la criatura que modifica su condición de mera criatura. Sin embargo, esta idea genérica es imprecisa. Por un lado, porque el sentido estricto de la palabra elevación es difícil de establecer. Hay que descartar la idea de transformación o conversión de la criatura en otra cosa y a pesar de ello no es menos cierto que la acción divina tiene que ver con la criatura y que, por lo tanto, no es lo mismo criatura elevada que simple criatura. Por otro lado, porque la acción divina elevante no puede ser sino el mismo Ser divino. Elevar significa irrupción de Dios en la criatura. En esta irrupción, Dios conserva su carácter de absoluta prioridad, es decir, no toma tampoco a la criatura como término de relación. De manera que aunque no sea lo mismo criatura elevada que simple criatura, la diferencia no es un cambio de supuesto, sino una intensificación de su ser donal: la diferencia es Dios mismo. Pero las relaciones divinas permiten matizar esta mismidad. No hay elevación sin apertura de la vida trinitaria.

La elevación del hombre es un nuevo nacimiento. Nuevo nacimiento no significa mutación o cambio en el orden de la sustancia; en general, no es un proceso que se determine en función del hombre como supuesto: no es un segundo nacimiento que prolongue un primero, sino un nacimiento originario que crea nueva criatura y no criatura consecutiva o formando serie con la antigua. Es un nuevo nacimiento referible exclusivamente a Dios como prioridad y no a una anterioridad creada. Por eso, no es una mera metamorfosis en que la criatura sea nueva -otra- en relación a sí misma, sino una re-creación en que la criatura no funciona como término de referencia.

En la elevación hay que prescindir de las ideas de uno y otro. Dios puede recrearme sin que resulte otro respecto de mí. Dios tiene entrada en mi intimidad existencial sin extrañarla respecto de mí -puesto que yo comienzo como ella-. Sin ser convertida en otro, la persona creada es introducida donalmente en la vida divina. La introducción no es criatura, sino Dios. Por decirlo así, el acercamiento del hombre a Dios no es un proceso de asimilación del hombre, una evolución hacia el término divino desde un término creado, sino una invasión de Dios: al final, Dios es todo en todo.

La identificación con el Verbo no es panteísta porque es activa. No es que yo, como cualquier referibilidad mía, sea mutado en Dios, sino que soy el Verbo en cuanto no referible a mí. La invasión deificante, identificante, es la profunda desvelación de mi carácter de criatura y no la fijación psicológica del luteranismo. Si Dios se abre paso en mí, es porque la actividad divina es tan superior que no soy actividad suficiente para formularme como distinto. Yo no soy en mí palabra -referencia- absoluta, palabra pronunciable ante el Padre, en el mismo plano que el Verbo. Yo no soy relativo a mí sino en Dios. Cristo es referencia subsistente al Padre.

Criatura elevada significa, pues, realidad creada no mera no limitada a sí misma, sino que alcanza su ser en Dios como irrumpido en ella. Por decirlo de algún modo, una criatura elevada es una realidad doble, mientras que la simple criatura es realidad única. Mientras que la simple criatura tiene su absoluto, su realidad absoluta, en Dios, en la criatura elevada el ser está unido, asociado, a su culminación absoluta; la criatura elevada está "en medio" de la Vida. Es una ligazón íntima, una unificación -activa- donal. A la criatura le es dado Dios, se une con El en la medida en que existe -como criatura-; al ser creado le es dado el Ser absoluto. El sentido, el acto, divino en el que está encerrado, sumido, absolutamente superado, el sentido, el acto, creado, le es dado a este último. Esta donación es la unificación con el Ser; pero como respectividad tal unificación no es una confusión o aproximación de Creador y criatura, sino Dios. La criatura no es término de referencia de su elevación porque el absoluto solo puede Ser Don. Téngase en cuenta que el Espíritu Santo no es medial. En la elevación, Dios me dice con su Ser mi ser y por lo mismo mi ser no se limita a ser mío.

Desde aquí cabe sostener que el constitutivo último de la existencia elevada precisivamente considerada es la Esperanza, puesto que no está limitada a su propio orden de perfección o culminación sino abierta a Dios. La criatura elevada no se limita a realizar sus actos, a elegir su vida, a obrar el bien, sino que en cuanto se ocupa en vivir Dios se lo está diciendo en términos divinos. El hombre en gracia no mueve una mano sin que, valga la palabra, Dios no se ocupe de Ser como Dios ese movimiento. Por toda la eternidad, la criatura elevada verá cómo Dios ha incorporado sus actos, cómo ha accedido, misericordiosamente, a hacerla penetrar en su Ser. Bien entendido que tal incorporación no es un hacer sitio a un sentido nuevo: para Dios no hay novedades, puesto que es el Infinito originario. Pero bien entendido también que la absoluta fecundidad de la vida divina permite hablar de incorporación, puesto que en Dios la infinitud no está dada-ya y cristalizada sino que vive eternamente. Yo "quepo" en Dios con mi ser mismo que se va y se ha ido haciendo, puesto que la Eternidad trasciende al tiempo -Dios no es intemporal e inmutable sino Eterno e Incausado-.

Pero la unión del hombre con Dios ha de tener como intermediario al Verbo. En la hipótesis de una elevación, el Verbo no es término intencional del hombre. Término intencional significa: ser colocado al final y como meta del despliegue operativo de otro, de tal modo que la existencia, el fundamento o posición de tal despliegue se entiende -mal- como concretada antes de él. Muy al contrario, el Verbo es camino en el sentido de que el despliegue existe en El, es decir, de que, al "producirse" el desarrollo de la criatura -elevada-, ya antes, con absoluta anterioridad metafísica, el Verbo vive, ha previsto y encerrado en su Ser dicho desarrollo creado, de tal manera que éste sólo puede ser como mímesis de la Vida divina desplegada y funcionando por consiguiente como camino.

El Verbo no es término, sino alfa y omega del ser -que llega a ser. La absoluta prioridad del Verbo significa que sólo en la medida en que el Verbo vive la criatura puede decirse elevada. La Eternidad como carácter positivo de Dios comporta el Ser Verbo en que se encierra todo llegar a ser. La relación de la criatura elevada con el Verbo no es una comparación entre una pequeñez con la Expresión absoluta -comparación especulativa-, sino el ascenso de la actividad -movimiento a la Eternidad. Por eso, supuesta la elevación, la "otra vida" no es exactamente una supervivencia, una continuación o proseguimiento posterior a la muerte, sino la comunicación con la Eternidad.

3. El dolor en Cristo

Ahora bien: el Verbo para el hombre es el Verbo encarnado. Esto significa: la Vida en que está encerrado el existir humano -el universo entero, en definitiva- es la vida de Cristo. ¿Qué se entiende por vida de Cristo?

Por vida de Cristo se entiende, en principio, la vida narrada en los Evangelios, es decir, una serie biográfica concreta y localizada en el tiempo. Esta vida es la del Dios-hombre y, como tal, el desarrollo o estricta realidad de lo que San Juan llama encarnación del Verbo y San Pablo anonadamiento o humillación del Hijo. Cristo es Dios y hombre, una naturaleza humana unida hipostáticamente a la segunda Persona divina. Pero tal unión hipostática comporta que la naturaleza humana -la vida de Cristo en definitiva- no es sino una vía real de Expresión del Padre. Si esto no se tiene en cuenta, en una consideración rigurosamente metafísica y no vagamente mística, la unión hipostática no se entiende con sentido auténtico y fecundo y debe confinarse en categorías jurídicas, psicológicas o a una ontología sin horizontes, que no se mueve en el Misterio, porque en ella la Persona no se puede considerar activamente.

Los actos de Cristo son del Verbo como lo que el Verbo Es y no del Verbo como un estático punto de atribución. Luego, o esos actos, esa biografía, son expresión del Padre -y, por lo mismo, revelación-, o no son, en sentido pleno, del Verbo.

A la Verdad absoluta le corresponde la sumisión plena de su Humanidad al Padre, y ésta es la Gloria de esa Humanidad. El Verbo encarnado es el Verbo anonadado porque al mismo Verbo como Verdad absoluta corresponde expresar al Padre. De manera que el anonadamiento del Verbo como hombre no es un empequeñecimiento relativo a sí mismo, como si la humanidad significase para el Verbo sólo -hipótesis sin sentido- una limitación que repugne y contradiga a su Infinitud. Esto es intentar pensar la Trinidad, colocarse fuera de la revelación. Es humillación ante y sólo referible al Padre, ya que sólo como expresión del Padre cabe en el Verbo la posibilidad de humillarse -posibilidad que sólo se concreta como encarnación-. Humillación ante el Padre es lo propio de Cristo como Verbo encarnado. La encarnación no es indigna del Verbo, sino, permítase la expresión, sólo un modo más de expresar al Padre. El Padre no acoge con complacencia el homenaje de Cristo por un mero motivo jurídico o moral, como sería su atribuibilidad jurídica o moral a una Persona divina, sino porque tal homenaje es exactamente expresivo de El mismo -no otra cosa puede agradar al Padre-. Por eso, la glorificación de la Humanidad no es separable de la humillación, sino que en ella se incoa.

De manera que esa vida concreta, esa serie biográfica temporal, encierra en sí la eternidad. Según esa vida el hombre es salvo y fuera de ella Dios es inasequible. En ella está el fundamento de un nuevo tiempo -es la noción de kairós-, es decir, un ámbito de resonancia en que el movimiento culmina y no es dejado a sí. Es la tremenda Majestad del Señor universal, que gobierna y juzga porque tiene en Sí el sentido absoluto de lo creado. Pero lo tiene según su vivir según los acontecimientos recogidos en los Evangelios, que son también, en los sacramentos, fuente de vida. A El le han sido dadas las naciones en herencia; después de padecer, está sentado a la diestra del Padre, en su Gloria. Como gigante corrió su carrera y ahora expresa el Padre según ella. La Gloria del Cristo celeste está íntimamente ligada a su vida de humillación. No es la mera unión de unos hechos meritorios a su premio, sino el mismo sentido intratrinitario, absoluto, de los actos del Verbo, de unos actos que por ser del Verbo se sostienen ante el Padre y lo expresan.

La asociación de lo humano a la Expresión divina es un Misterio central de la fe. La humillación es esencial para la encarnación, pues no de otra manera una humanidad puede ser unida a la expresividad personal del Hijo. La unión a la Persona es el valor expresivo de la humillación, su dotación de sentido. La unión hipostática tiene una profundidad insondable, es fuente inexhaurible de investigación. La naturaleza humana es la humillación del Verbo. Está unida al Verbo como su humillación, no como un término exterior asociado -esto sería, por un lado, muy débil, y por otro incompatible con la unidad personal-; pero esta humillación se despliega obediente al ritmo de la Vida personal, por así decirlo. No es que desde el Verbo irradie súbitamente un sentido que haga vibrar lo humano y lo transmute penetrándolo -entonces no sería verdadero hombre; la humanidad sería abrasada por la divinidad; se confundirían las dos naturalezas; por último, tal penetración sólo es pensable desde un sentido sustancialista del Ser divino, incompatible con la Trinidad-, puesto que la humillación comporta despojo, dejar en suspenso, por así decirlo, la forma de Dios -tomó forma de esclavo-. Pero este despojo no tiene otra finalidad que dejar espacio a la humanidad; y no como subsistencia, sino como auténtica forma del Verbo. Por eso, el despojo no es sino el tomar forma humana, no, en absoluto, perder la forma divina. Es la misma autenticidad del tomar forma humana, el hacerla sitio, por así decirlo -perfectus homo- el quid de la cuestión. El Verbo quiso tomar forma humana y según ella se humilló y se despojó. No por quitarse la divina, sino por tomar la humana hay despojo. Pero tal humillación no es un sentido en sí, perseguido por el Verbo, sino un sentido del Verbo. Más que bajar a ella la asume; o mejor, no dejó de ser in sinu Patris sino en el modo de un tomar naturaleza desde su ser in sinu Patris. Ser hombre y ser Dios son, en Cristo, dos compatibles, precisamente porque su ser-Dios es actividad absoluta, es decir, no se detiene. La Humanidad no suspende en sentido disyuntivo la divinidad -si es hombre, ya, en esa medida, no es Dios- sino que la suspende como compatibilidad absoluta, precisamente tal por la actividad divina. La unión hipostática, es decir, la persistencia del acto personal divino en Cristo, o compatibilidad de Dios y hombre, nos permite decir que este hombre es Dios.

Este ser en Cristo Dios en su plenitud activa personal es lo que, por así decirlo, desplaza la hipóstasis humana. Pero este ser-en Cristo Dios no puede entenderse como locación estática (ya que no hay pérdida de la actividad divina), sino así: lo humano como despliegue es compatible con lo divino como actividad. Esto es un Misterio, pero no una contradicción. La idea de contradicción sólo surge al tratar de unir objetos supuestos, es decir, si se deja de considerar desde la Trinidad. El Hijo es respecto al Padre, relativo al Padre; la humillación es relativa al Padre y, por lo tanto, Expresión.

Esta compatibilidad implica que la Humanidad es expresión, también porque no cabe admitir un mero paralelismo de despliegues -es decir: Cristo vive como hombre y vive como Dios- ya que en Cristo no hay más que un viviente; en otro caso, no podría hablarse de humillación o despojo. Cierto que en Cristo hay dos naturalezas, pero no paralelas, ya que hay una sola Persona -que comporta, justo, que Cristo no se puede dividir o distribuir en dos-. Cristo vive como Dios, cierto. Cristo vive como hombre, también cierto. Pero no vive como Dios y como hombre, sino que su vivir es uno -unión hipostática-. Por eso, la humanidad no es sino la humillación, es decir, la suspensión compatible de la forma divina. O sea, Cristo no es: Hombre más Dios, o al revés. No se puede partir de Dios y del hombre para unirlos en algo así como una síntesis hegeliana. Hay que partir de la unidad, es decir, de la Persona. Si se suman hombre y Dios, la Humanidad subsiste antes de la Persona, lo cual es imposible -es suponer la Humanidad- y además no cabe hablar ya de humilación. Por eso, la vida de Cristo es la vida del Verbo y por tanto, insisto, tiene que ser Expresión del Padre. Cristo es uno, puesto que es Persona divina, actividad divina; Cristo es hombre, pero su humanidad no es otra sino, estrictamente, humillación -como compatibilidad-; pero tal humillación no es un sentido en sí sino en la Persona -naturaleza de ella- y, por lo tanto, es Expresión del Padre.

Repito: la parte nuclear del Misterio es la persistencia de la actividad Personal divina en Cristo. La Persona en Cristo no es puro punto de referencia -no está localizada- o de atribución moral, y, paralelamente, la Humanidad no es del Verbo en este sentido. Si se dirige la atención derechamente al Misterio que nos propone la Iglesia, se ve que no se trata de encontrar o hallar la Persona en Cristo sino, precisamente de verla como es, es decir, como Verbo (en la fe, claro). Si la Persona en Cristo no es Verbo -y no, en cambio, la pura idea de centro de atribución- no hay profundidad de misterio. Suspéndase la Persona en Cristo, únase la naturaleza humana a la idea de persona como puro sustrato: en ese mismo momento el pensamiento ha "des-divinizado" a Cristo. Es todo el Misterio Personal del Hijo lo que está unido realmente a la naturaleza humana.

Que Cristo sufrió es un dato. Luego el dolor es, en Cristo, expresión del Padre y también Revelación. Esto es irrebatible, pero, ¿cómo debe entenderse el dolor de Cristo?

En primer lugar, hay que afirmar que Cristo quiso el dolor. El dolor en El no puede explicarse, como debe hacerse con el dolor humano, como una grieta de la actividad personal, puesto que en Cristo no hay persona humana. Cristo quiso y nombró el dolor. Varón de dolores, en El el dolor es inteligible, es nominable. Pero esto no significa que en Cristo no haya dolor auténtico, puesto que hay humanidad auténtica como humillación expresiva. Cristo divinizó el dolor en sentido riguroso. Un dolor auténtico es expresión del Padre; no cabe aliviar la tensión entre estas dos consideraciones: es el Mysterium Crucis, en definitiva.

Si Cristo no hubiera sufrido, el dolor no hubiera significado nunca nada. En Dios no hay dolor alguno. Es absolutamente imposible admitir en la entera positividad y felicidad de la Vida trinitaria esa sombría realidad. Y, en consecuencia, jamás el hombre sufriendo hubiera podido tener un eco en lo absoluto, ni asociar el dolor a su regressus hacia Dios -supuesto que este regreso fuera posible sin la Redención, que no lo es-. El hombre hubiera quedado aislado según su dolor, solo ante el obstáculo a la referencia, limitado por este muro con brillos de pura superficie, sin luz profunda y viva.

El sufrimiento de Cristo es necesario para que el dolor tenga un correspondiente en Dios. Esto es lo grandioso. Cristo insertó su dolor en El y de esta manera abrió, en la participación de su dolor, un cauce para el despliegue del sufrimiento humano en una órbita de sentido. Participar, unirse al dolor de Cristo, es insustituible para el hombre, pues en otro caso su dolor es un puro absurdo. Mientras que como ser "natural" el hombre tiene asegurada su realidad creada en el Ser divino y, por tanto, podría desplegarse, si vale decirlo así, con tranquilo movimiento, su dolor tiene que buscar sin tardanza el dolor de Cristo para unirse con él y ser-delante del Padre.

El dolor de hombre es como una agitación estancada que, cuando se le abre paso, corre a sumirse en el mar infinito del dolor de Cristo y allí alcanza la paz. Es la gran Atracción de la Cruz que lleva al hombre a querer el dolor, a amarlo y ensalzarlo. Es la libertad total.

La crucifixión de Cristo es, por un lado, un acontecimiento histórico concreto que tuvo lugar en un punto y momento determinados; pero, por otro lado, en ella está descifrada la historia entera -Stat Crux dum volvitur orbis-. A estas dos dimensiones corresponden dos circunstancias importantes. La primera, que Cristo fué crucificado por un grupo de hombres. La segunda, que Cristo no bajó de la cruz.

Cristo fué crucificado. La crucifixión no fué un mero acaecimiento -como podría ser una muerte por accidente-, sino, que en su producción intervino la libertad humana, por lo menos, como factor desencadenante. La muerte de Cristo fué querida y provocada por un grupo de hombres. Ahora bien, lo que los hombres no quisieron, ni podían siquiera imaginar, es el sentido existencial de la muerte de Cristo. Impulsados por el odio, querían sencillamente la desaparición, el aniquilamiento físico y moral de Jesús. Pero la voluntad del hombre fué incapaz en este caso de determinar un efecto y su resultado fué asumido por la corriente viva de Cristo y transformado en ella. Sin embargo, lo decisivo es que no hubo ninguna suerte de escamoteo, como si Dios hubiera arrebatado de las manos de los judíos a su Hijo. No: les fué entregado e hicieron con El lo que quisieron. Si el resultado se les escapó de las manos, ello fué debido a la absoluta superioridad de la actividad divina de Cristo. Más que de una frustracción de los propósitos de los hombres habría que hablar de que la Realidad divina se impuso, triunfó, se sumergió en su propia plenitud. No tiene el lenguaje fórmula adecuada para expresar la intimidad de la conexión entre la cruz como propósito de los hombres y la Cruz como Realidad divina: la totalidad de la superación y triunfo que, sin mengua del despliegue de la voluntad deicida -que llegó hasta el fin y no fué cortada o suspendida en ningún momento como para hacer sitio a lo divino- alcanzó la cruz en Cristo. Habría que decir, en un esfuerzo para aproximarse en lo posible, que lo humano no fué estorbo, que no hubo oposición sino triunfo total en que la autonomía de lo humano desapareció sin mengua de su estricta realidad. Cristo murió porque quiso.

La voluntad del Padre era la Cruz de Cristo. No los actos de los judíos, que la provocaron, sino aquella honda realidad que Cristo impuso y llevó a cabo. El Padre no podía querer otra cosa. Asimismo, el misterio de la necesidad de la Cruz no debe disolverse en la idea de una legalidad justicialista, como si Cristo hubiera colmado o satisfecho una medida exigida por Dios. No; esta necesidad es inseparable de la divinidad de Cristo. No compensó Cristo los pecados humanos, sino que desde una absoluta anterioridad personal impuso su carácter de Logos divino y en este carácter encerró la redención en su genuino valor ontológico y no meramente moral. Hemos sido comprados a gran precio.

Precisamente porque el sentido de la cruz no fué determinado por los actos de los hombres, Cristo no bajó de la cruz. Como lo que estaba haciendo se consumaba en la órbita de su relación con el Padre y cuando sus sufrimientos llegaban al colmo seguían "transformándose" en Expresión del Padre, el proceso no podía detenerse. Cuando los judíos decían: "Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz", expresaban lo contrario de lo que realmente es. Bajar de la cruz hubiera significado establecer una relación dialéctica con lo humano, depender de ello, obrar por motivos humanos. Hubiera sido arrancarse del ámbito divino y, por lo tanto, privar al mundo de fundamento.

En los dolores de Cristo está apoyado el mundo y así confundida toda soberbia, todo orgulloso intento de autoposición. Lo que para los gentiles es locura y escándalo para los judíos, es en realidad la fuerza de Dios. A través de la mayor debilidad y humillación se abrió paso la infinita fecundidad del poder divino, que a nada deja consumirse en la impotencia metafísica, fuera de la soberbia; que abre y nadie cierra, cierra y nadie abre.

En el dolor de Cristo se nos ha mostrado la independencia divina. La cruz como holocausto tiene su condición última de posibilidad en la entrega mutua de las divinas Personas; de este modo, la Cruz es Revelación estricta. No se trata ya de que en el dolor de Cristo sea llevado e introducido en el ámbito del sentido divino absoluto el dolor del hombre al "hacer pasar" por él el caudal mismo de la Vida del Logos, sino, todavía más en el fondo, de que en eso mismo es revelado el misterio insondable del ímpetu unitivo, mutuamente donal, de las Personas divinas. La mirada se abre así al arcano de la Generación eterna y vislumbra la inenarrable explosión del Amor, superior a toda contemplación especulativa. Ha de repetirse: "Impossibile est scire Generationis mysterium; mens deficit, vox silet". Y es que, en definitiva, la vertiente del Misterio de la Cruz que da hacia la creación, es decir, su interpretación en función de la independencia divina, no nos da la perspectiva más profunda, la cual solamente se nos abre en la inmersión sin límites en la absoluta fecundidad de la libertad de Dios, superior a toda intuición, pero asequible en la Cruz como holocausto operado ante el Padre, orientado hacia El; diríamos, sin puntos de tangencia del Padre con el mundo -no teniendo nada que ver con él, sino haciéndolo tener que ver- .

Ello, sin embargo, es superior a toda posibilidad de tematización. Sólo cabría dar vueltas a su alrededor para ir quitando obstáculos y debilitaciones conceptuales. No es éste el lugar para intentarlo. Baste con lo indicado que ha de ser tenido en cuenta en el apartado que sigue.

4. El dolor del cristiano

El dolor humano alcanza sentido en el dolor de Cristo, antes del cual el hombre no podía hacer nada con su dolor, radicalmente hablando -el dolor es suspensión de la condición real-. Ahora, el dolor humano se abre a la esperanza, rompe su carácter más propio de limitación o crispación y se anima de un movimiento. Cristo ha desatado la ligadura del dolor, no precisamente anulándolo o desterrándolo del mundo, sino dándole movimiento.

Pero esto, dicho así, es todavía muy poco. En realidad, Cristo no ha venido a resolver el problema del dolor humano; quiero decir, que el dolor humano no juega en el Cristianismo como problema resuelto tan sólo, como si Cristo fuera un admirable matemático que hubiera encontrado la respuesta exacta a esa especie de cuadratura del círculo que es el sentido del dolor. Yo diría, aunque la fórmula resulte descarnada, que Cristo ha venido al mundo para hacer posible el don del Espíritu Santo al mundo. En Cristo está la salvación; más, la deificación del hombre. Pero el hombre es capaz de esa deificación porque el Espíritu Santo le es dado. Cristo pretende que seamos una sola cosa con El; pero somos una cosa con El desde el Espíritu Santo, que nos da la filiación, la posibilidad de decir Abba, Pater, es decir, de ser uno con Cristo.

El Espíritu Santo, activo en el hombre, transforma al hombre. Pero, ¿en qué? En Cristo. Es El quien forma a Cristo en nosotros, como lo formó en María.

De manera que no se trata, propiamente, ni de un hacer capaz al hombre de dirigirse o tender a Cristo, ni de una remodelación de la sustancia humana que quede mutada en otro Cristo. La función santificadora del Espíritu Santo no es ésta, sino más bien algo de sentido contrario: en vez de ir yo a Cristo, Cristo viene, nace, se implanta en mí. Yo no soy hecho otro Cristo, sino que soy transformado en Cristo, en el único. La vida de Cristo en mí es, estrictamente, la vida de Cristo, la suya. Si Cristo se reconoce en mí no es porque yo sea su imitación especular, sino, simpliciter, porque El es en mí.

¿Qué soy, pues, yo? La posibilidad de amar a Cristo, digamos. Pero no como a un objeto amado, sino como a mi Amante. Este es el quid. Mientras que en la escala humana yo amo a otro y ese otro me ama a mí, de tal manera que la interclusión de la noción de otro -la distinción de personas humanas- es solidaria de la imposibilidad de coincidencia plena entre el otro como objeto de mi amor y el otro como mi amante -yo le amo a él y él me ama a mí, pero su yo no existe en el mismo sentido en que es objeto de mi amor-, mi amor a Cristo -yo- se dirige a El como a mi Amante, es decir, que mi amor está encerrado en la pura prioridad de que El me ama, es decir, en El mismo -pues es mi mismo yo quien es miembro suyo-. La razón de que yo le ame es El como amante. No la excelencia de un ser fuera de mí, sino El mismo nacido en mí como amante. Si El no existe fuera de mí, es porque su Existencia es mi amante-amado. Yo soy sólo una respuesta existencial. Soy en el modo de no distinguirme de su expresarme. El ha querido que ese expresarme se identificara con El, hacer oír la voz con que me llama, es decir, llamarme.

Centrando la atención en Cristo, mi identificación con El significa su imposición plena y sin trabas, su irrupción activa, su vida en despliegue, y no una síntesis en que yo entre como elemento originariamente relevante. Mi identificación con Cristo es, todo lo que se quiera, unilateralmente cristológica, por cuanto la actividad creada no es comparable con la divina.

Ahora bien, el amor de Cristo no es referible a Sí como objeto. En Cristo, el binomio sujeto-objeto no se da. Cristo no puede ser referido a un objeto sino al Padre solamente. Paralelamente, Cristo no me ama, como se ha dicho, porque se vea copiado o participado como yo. Yo para Cristo no soy un objeto. Lo cual significa: mi ser no es nada parecido a un "almacén" de divinidad, un concentrado bloque que se yergue como término de una tendencia de unidad porque en él esté depositado lo divino. Esto sería salirse de la revelación.

Pues bien, para que yo no esté aislado, para que, permítase la expresión, Cristo no tenga que establecer un salto hasta mí -al margen de su referencia al Padre-, es menester el Espíritu Santo. Téngase en cuenta que el Espíritu Santo es el Amor del Padre y del Hijo. La acción del Espíritu Santo hace que yo para Cristo no sea un objeto.

Mi necesidad del Espíritu Santo se concreta, in via, en vivir-yo como esperanza. Esperanza significa: mi movimiento hacia Cristo -acercamiento a El, actos de amor, adoración, etc.- (estar llegando a ser, propio de mi ser in via) no tiene a Cristo como meta objetiva; es decir, mi ser movimiento no se dirige a Cristo según la serie de mis actos, a su paso, en el molde de una distancia que ha de ir siendo acortada mediante ellos (distancia tendida entre el hombre y Cristo, que puede ser acortada). En este supuesto, el hombre necesitaría, en todo caso, tan sólo una ayuda, un impulso que lo pusiera en marcha enderezándolo hacia una meta naturalmente inasequible.

Pero no es esto. Mis actos no están encargados de tender un puente entre Dios y yo, sino que su valor es nulo "hasta" el Espíritu Santo. Si se quiere hablar de ayuda habrá que aumentar hasta el límite su importancia: es ayuda de quien unicamente puede y que no cede, no hace transitar ese poder sino en cuanto El mismo es Don.

La esperanza de alcanzar a Cristo con el curso de la vida, al final de ella, es dependiente de una donación. El valor de mis actos no consiste en ellos mismos, sino que reside en el Espíritu. De aquí que la esperanza no sea consecutiva a los actos, sino que es su ser mismo. Mi vida es esperanza de su propio valor divino, que es donal. Por eso, el andar hacia Cristo se adensa en valor. No es un andar menesteroso que tiene sólo al final su pletórica riqueza -como meta-, sino que la tiene también dada, in situ, por así decirlo, "en su más profundo centro". El final humano no es un término sino una culminación en el amor-don. Respecto de este final es la vida humana esperanza.

El binomio esperanza-amor, entendido en su sentido metafísico riguroso, sustituye en la vida del cristiano al helénico potencia-acto. En rigor, el aún-no ser del hombre elevado no es una potencia que ha de pasar a un acto, sino una realidad que ha de alcanzar su ser definitivo, es decir, el ser que vale en el plano divino. De este ser definitivo no es el hombre in via potencia, sino esperanza. Tan profundamente es el hombre esperanza que aquello que espera no es exterior a sí (de manera que su vida tuviera un valor único y residente en ella misma como criatura. Paralelamente, el hombre, ya lo hemos dicho, no está aislado como un bloque real que sólo mantiene relaciones operativas o intencionales con otros seres), sino que lo espera como sí mismo, o según el ser que será (en Dios), que le es proporcionado por el Espíritu. Tanto no es Cristo meta intencional del hombre que los actos humanos no consiguen jamás una orientación precisa hacia El, no son respecto a El, sino que se pierden en la vaguedad, en un absoluto no saber a qué atenerse ni a dónde dirigirse. Sólo el Espíritu Santo escudriña la profundidad de Dios y hace penetrar al hombre en ella. La esperanza vibra, por tanto, en lo más nuclear de lo humano, constituyéndolo en relación a Dios. ¿Quién no se ha dado cuenta alguna vez de que no alcanza a amar por completo a Jesucristo y de que, en definitiva, su amor es esperanza? ¿Quién no se ha dado cuenta de que lo que le falta, lo que ha de colmarse, es tanto un camino por andar como el brote interior y estallante de la llama ardiente? ¿Por qué el cristiano anhela y se queja -¡Veni, Domine Iesu!- si no porque se encuentra como dormido respecto a la perpetua y radiante vigilia del Espíritu y adivina su despertar todavía inconcretable?

El dolor humano es, ante todo, una situación personal. El hombre está atenazado, entumecido, en el dolor; algo en su actividad existencial está quebrado y, paralelamente, inédito. El dolor como límite infranqueable es anulación de actitud; en tanto duele, en tanto otra cosa, precisamente mi ser, no se despliega, no se yergue. El dolor es grieta de la persona.

Lo primero que acontece en el cristiano en orden al dolor es el renacimiento, la reapertura de su ser integral, ocluso, obturado por el dolor. La impotencia situacional es "levantada". Frente al mal y por debajo de él vuelve a palpitar la existencia personal. Esto acontece en el bautismo y en la penitencia. Lo que hay de situación en el dolor desaparece, se disuelve. Lo que hay de condena y aherrojamiento es indultado.

La mayor audacia humana no se atrevería a imaginar una maravilla tal. Que lo que hace inerte y oscura a la vida, más radicalmente, que lo opuesto a cualquier intento operativo de perfección, desaparezca, y que el propio ser se esponje y fluya por donde no se sabía que existiera; que se restablezca y afirme la base de partida, que estaba empobrecida y debilitada, es algo que ningún optimismo humano ha vislumbrado siquiera. Sin embargo, esto ocurre en el nacimiento o renacimiento a la vida divina.

Por debajo del dolor se abre un caudal de gozo. La vida humana inédita es regada por el flujo de su propia actividad restablecida en su integridad. Se trata de una implicación ontológica del perdón divino, que tiene su figura en Sara, la mujer de Abraham, a quien Dios hizo reir.

Lo que hace ininteligible el dolor es, sobre todo, su carácter de quiebra de la integridad personal. Por lo tanto, aunque el dolor no desaparezca dentro de la vida cristiana, el hecho de la elevación restaurada de la existencia personal destruye, deja en suspenso, tal ininteligibilidad. Aunque no sea borrado, en la vida cristiana el dolor no juega como límite y quiebra, sino en el seno de una integridad. El dolor deja de hacer presa en la persona -¿Dónde está muerte tu aguijón?- y se hace compatible con ella. El dolor del cristiano está colocado en el seno de su ser totalizado y es incapaz de hacer mella. El cristiano está rescatado. Sufrirá, pero, ya de entrada, su dolor no puede tener el viejo signo. Existe un hiato metafísico absoluto, un comienzo enteramente nuevo, incompatible con el valor situacional del dolor .

Una manifestación muy clara de este cambio de lugar, de este desenraizamiento del dolor, es el arrepentimiento cristiano. El pecado para el hombre caído es insuperable de suyo: nadie puede adoptar una actitud frente al pecado, sino que tiene que soportarlo como una herida en el flanco. El arrepentimiento es precisamente esa actitud. Desde la Gracia, el hombre encuentra un terreno firme desde el cual mirar de frente, saber qué hacer con el pecado.

En este sentido, arrepentimiento significa hombre frente al pecado. El cristianismo no soporta el pecado ni el dolor, sino que es activo respecto de ellos.

Así pues, la inauguración de la existencia cristiana lleva consigo un privar al dolor de su carácter situacional. De este modo, el dolor deja de yacer en el fluir vital, como su límite y herida y, por el contrario, queda colocado dentro de él, al restaurarse la integridad de la persona. Por eso el dolor es empresa durante todo el desarrollo de la vida cristiana, tarea que debe asumirse. El cristiano tiene que ver con el dolor; el hombre caído, realmente no, puesto que el dolor es para él límite y lo anega.

Un estudio a fondo del dolor como empresa y tarea, sólo puede hacerse aclarando antes una serie de temas antropológicos que hasta ahora no han encontrado adecuado tratamiento sistemático en la filosofía. La escolástica no llegó a plantearlos y la filosofía idealista moderna los ha desvirtuado, justamente al establecer como programa de trabajo la constitución de un sistema cuyo punto de partida es el sujeto.

El sentido cristiano del dolor -el dolor como tarea- es un sentido místico, o, si se prefiere, interior, transpsicológico. Ningún subjetivismo puede descifrarlo, por cuanto el dolor como tarea es la obra de destrucción de todo yo particularizable -muerte mística del yo-. El punto de vista egocéntrico del idealismo es incompatible con el dolor como sentido, porque solamente fijándose en un sujeto aislado puede constituirse un ego-centrismo.

Fué Kant quien por primera vez hizo consciente y sistemático el impulso que desde Descartes anima el pensamiento europeo. La filosofía crítica kantiana nos dice, en esencia, lo siguiente: el pensamiento es la constitución del objeto; pensar, pues, es una actividad; hacer del pensamiento tema estricto de investigación es considerarlo, de modo primario, sub specie activitatis. El pensamiento como objeto, como "visualidad", está fundado, como su análisis, en el pensamiento-actividad. Mientras que la esencia platónica es un panorama eidético -o de contenido inteligible- unificado por arriba, el pensamiento para Kant es un mundo de objetos, posibles desde una actividad unificadora. De aquí que para Kant sea problema fundamental la deducción del objeto a partir de un criterio o centro de unidad. Este centro es el yo. La filosofía crítica está obligada, para desarrollarse en sistema, a encontrar una noción de sujeto, a partir de la cual se vea el mundo de objetos como posible, es decir, como deducido.

A partir de Kant la filosofía ha cifrado su esfuerzo en una superación del sujeto kantiano. Tanto los epígonos como la filosofía fenomenológica han surgido como intentos de lograr una interpretación del sujeto más exacta y compleja. Todos son subjetivismos, en definitiva. Aunque la interpretación del sujeto se afine y enriquezca, la actitud y el estilo general de la investigación se ajustan a la pauta kantiana. La filosofía moderna en su totalidad tiene como determinante infranqueable su propia dirección investigadora. Esta dirección limita y condiciona la antropología moderna. La realidad auténtica del sujeto humano no puede ser vislumbrada cuando se intenta -pretemáticamente- alcanzarlo como punto de partida del sistema. Tal intento lleva consigo la fijación del yo y, a la vez, la consideración de aquello que queda fijado como sujeto humano íntegro. La trascendencia de la realidad del sujeto respecto del pensamiento o de la intuición eidética es una línea de investigación que la filosofía egocéntrica no puede ni siquiera plantear, porque, precisamente, el egocentrismo necesita un sujeto determinable, plenamente captado por el pensamiento o la intuición.

Pues bien, el dolor es una refutación viva de esta filosofía. No existe, por un lado, sujeto humano determinable capaz de dar razón del dolor. Ya lo hemos dicho: el dolor es anegamiento de la persona; no cabe actitud directa frente al dolor; el binomio sujeto-objeto carece de vigencia en el caso del hombre y su dolor; el dolor es una quiebra de la persona y no una correspondencia con valor de determinación.

Por otro lado, en el Cristianismo, el hombre asume el dolor como tarea. Esto es lo decisivo: el sujeto para quien el dolor tiene sentido no es ningún yo concretable, del que quepa determinación psicológica o mental. De aquí la íntima conexión del dolor cristiano con el proceso de reunificación de lo humano, desintegrado -parcialmente- por el pecado. El tema tiene suficiente importancia para justificar una investigación detallada. Pero aquí me he de limitar a algunas indicaciones.

Según el dolor las parcelas dispersas del hondo ser humano -desunido al ser atraído por múltiples intereses pequeños, fijado y resuelto en función de minúsculos afanes y preocupaciones, por efecto del pecado: "Y se dieron cuenta entonces de que estaban desnudos y tomando unas hojas se cubrieron"-, es decir, aquello mío que se opone, en relación binómica, a los datos -y así queda apresado-, van siendo "quemadas". De este modo, se va llegando a la desnudez personal. En este proceso, el agente principal es el Espíritu Santo -purificación pasiva de los místicos-, bajo cuya acción el hombre se hace esperanza pura, acrisolada, madura con la madurez jugosa de la libertad profunda que ve cortadas las amarras que limitan al hombre a la epidermis de las cosas.

El hombre nacido de Dios, y no de la carne ni de voluntad de varón, va creciendo a través de las contradicciones, la lucha trabajosa o la enfermedad. Lejos de limitarse, lejos de responder al mundo con una porción escasa de su ser, va entrando con ello en escena entero, con la sencillez intensa de su totalidad personal. Esta totalidad no es apresable con el pensamiento, no aparece en la conciencia, como hace lo que llamamos yo pensado -ápice subjetivo que se corresponde con lo sobrevenido y en que se cifra el interés carente de generosidad-, sino que, como esperanza, no se revela todavía en el hombre mismo, limitándose a actuar -"Existimo quod non sunt condignae passiones huius temporis ad futuram gloriam quae revelabitur in nobis", dice San Pablo en el c. 8 de la Epístola a los Romanos. Y continúa: "Scimus enim quod omnis creatura ingemiscit et parturit usque adhuc. Non solum autem illa sed et nos ipsi primitias spiritus habentes et ipsi intra nos gemimus, adoptionem filiorum Dei spectantes, redemptionem corporis nostri: in Christo Domino nostro"-.

Pero esto no es todo. El dolor del cristiano culmina en la com-pasión con Cristo:

Sancta Mater, istud agas,
Crucifixi fige plagas
Cordi meo valide.
Tui nati vulnerati
Tam dignati pro me pati
Poenas mecum divide (...)
Fac, ut portem Christi mortem
Passionis fac consortem
Et plagas recolere. (Secuentia "Stabat Mater").

Completo en mí los sufrimientos de Cristo, dice también San Pablo.

Uno de los temas de mayor interés dentro de la actual preocupación teológica es la conciliación entre el sentido personalista del Cristianismo, y la objetividad, el valor de ex opere operato, del Misterio de Cristo, del cual somos partícipes, pero cuyo desarrollo sigue sus propias leyes. La cuestión ha adquirido nueva actualidad al producirse, como reacción contra el subjetivismo religioso protestante y modernista, un movimiento teológico que acentúa, tal vez no demasiado pero sí unilateral o descompensadamente, la "fenomenología" de lo sobrenatural. Frente al inmanentismo psicologista, que todo lo reduce a esfuerzo moral, vivencia y estado de ánimo, tendencia muy europea, la ontología cósmica, al margen de toda experiencia interna, mero bloque de realidad exterior dotado de su propio ritmo -ideas propias del griego clásico-.

Claro está que esta antítesis es falsa y no ha ni siquiera lugar. El Cristianismo no es ni naturalismo ni sólo humanismo. Y es una muestra de poca profundidad caer en uno de los dos términos para evitar el otro. El dolor, en lo que tiene de participación del dolor de Cristo, nos indica la solución.

El dolor fija al hombre en Cristo. De aquí nace el impulso interior, piadoso que expresa el Stabat, afán de vivir el dolor, de acompañar a Cristo en Getsemaní y en la Pasión. Pero, al mismo tiempo, el hombre doliente refleja a Cristo en su dolor, en su abandono y humillación. El dolor suspende la soberbia de la vida, el envanecimiento y la orgullosa seguridad en la propia eficiencia y capacidad para establecerse y moverse en un orden regular y suficiente, y así deja patente, sin trabas ni enmascaramientos, la necesidad e indigencia de la existencia humana en medio del éxito mundano. A tal falta de asideros, a esta suspensión de seguridades y dedicaciones, responde siempre el Señor mirando la bajeza de su criatura, elevándola desde el anonadamiento doloroso, dándose El mismo en vez del mundo.

Frente a la idea naturalista de un acontecer de la realidad cristiana extramuros de la persona, en el dolor aparece el hombre en su radical condición, como ser que vive para Dios y no para el mundo; Dios no hace nunca nada respecto a la criatura sin que ésta quede constituida en respuesta. Y es precisamente en el dolor, es decir, en la suspensión de las respuestas caprichosas, parciales o poco profundas, donde (en vez de una comprobación de la idea naturalista de que el centro subjetivo humano no tiene nada que ver con la acción divina; lo cual, si bien se mira, no es una suficiente superación del punto de vista protestante), hemos de ver un señalado caso de respuesta humana integral. Más aún, en el dolor el hombre encuentra el dolor de Cristo como aquello a que responde y así entra en com-pasión con El. El dolor de Cristo, como absolutamente primario, presta tensión y tono al hombre en su dolor y, sacándole de la confusión sufrida, del estar perdido en el propio dolor, le lanza, despejada toda bruma, hacia el Centro. En su dolor, diríamos, el hombre llega al término de su esperanza merced al dolor de Cristo. De aquí la apasionada entrega y la búsqueda del Cristo doliente por parte del cristiano.

III. LA DIMENSION PRACTICA

Se han de evitar las actitudes acobardadas o negativas: pesimismo, llantos, desconsuelo y gemidos a los que el hombre se entrega en los acontecimientos dolorosos con demasiada facilidad; son muestra de que faltan la fe y la entereza cristianas. La muerte de un miembro de la familia, un desastre económico, sume a algunos en la desesperación, o por lo menos da lugar a manifestaciones descontroladas, poco acordes con la fe en la inmortalidad o con la estimación cristiana de los bienes de este mundo, y que pueden ser motivo de escándalo, sobre todo para los niños.

Hay personas que viven acogotadas por el dolor, llenas de presentimientos desgraciados, que no se atreven a establecer nexos estrechos o a entusiasmarse por algo por temor al lote de dolor que a toda empresa o círculo humano corresponde. Otros, en cambio, necesitan defenderse del sufrimiento olvidándolo, rodeándose de una atmósfera rosa de la que estén ausentes la muerte y la miseria. Son los que se ponen nerviosos cuando se habla de desgracias, de la muerte inevitable, los que necesitan aturdirse con diversiones cuando la guerra es una amenaza cercana.

También debe considerarse como una forma de miedo al dolor la actitud estoica, que estima el dolor como un valor puramente negativo y, egoistamente, se niega a pagarle el tributo de toda conmoción de ánimo, pertrechándose y atrincherándose psicológicamente contra él.

En todos estos casos, la faz inmediata del dolor se impone y determina una reacción humana. De este modo, el dolor juega indebidamente como afección a la que se cede, por cifrar en la reacción a la misma toda la propia respuesta, dejando inédita, por consiguiente, la respuesta activa -recuérdese la distinción entre afección y acto-. El hombre reacciona ante el dolor con un despliegue psicológico, con una serie de fenómenos anímicos que no son su actividad existencial. Esto no es nada específicamente cristiano y, por lo tanto, la cuestión no tendría gran importancia si no fuera porque tales actitudes se han infiltrado en determinados sectores cristianos y pasan por legítimas. Es innegable que ello acontece, sobre todo, con la tristeza -reacción ante el dolor-. La tristeza se ha introducido fraudulentamente en nuestra vida. Acogotados por el espectáculo del mal, sintiéndonos sin fuerzas y sin recursos para evitar el desarrollo del Mysterium iniquitatis; faltos de haber entendido la función que al dolor corresponde en el Cristianismo y la inseparabilidad de la Cruz y la Resurrección; desanimados por la ausencia de brillo en muchas cosas de las que están dentro del ámbito social de la Iglesia-Madre, al fin-; íntimamente inadaptados, aunque esto no se confiese, con la exigencia cristiana de no poner el corazón en los bienes de este mundo -lo cual da lugar a un secreto resentimiento, a una negación del mundo porque no sabemos qué hacer con él, una vez que no podemos apetecerlo-; sin la inspiración y la magnanimidad necesarias para percibir el carácter positivo superior de nuestra cultura, de nuestras tareas vitales y de nuestro camino, lo cual nos lleva a refugiarnos en una bárbara interpretación de la Escatología, en la idea descarnada de que lo único que nos corresponde en este mundo -del cual seríamos forasteros- es aguantar, sobrenadar, dejar pasar el tiempo, reduciendo a una mojama reseca nuestro corazón, negándonos a la simpatía y al interés y, desde luego, al entusiasmo, que creemos perjudicial, forzosamente abocado a la decepción o a la desviación; todo esto produce una peculiar tristeza, la tristeza del hombre a quien, como al poeta hispanoamericano, la lectura del Kempis llevó a huir de "todo terreno lazo" y a caminar por una "noche negra": en el fondo, un problema de concupiscencia más golpeada y reprimida -sobreexcitada, por tanto- que auténticamente mortificada (un hombre de apetitos mortificados no es un mero resto -hombre menos apetitos-, sino un hombre cuya vida sentimental funciona unificada y así con capacidad para vibrar ante lo superior y despegada de lo inferior. En cambio, un hombre que traduce el terrena despicere -apartar la vista de lo terreno- por combatirlo a golpes no llegará a lograr esa unidad).

Claro está que la tristeza se adapta a cada temperamento. En unos será muerte de las ilusiones y queja; en otros, caricatura de la actitud inquisitorial; en otros, poquedad y legalismo; en otros, "maquiavelismo sobrenatural"; en otros, tibieza y acidia.

Así pues, el sentido cristiano del dolor es incompatible con su juego como afección determinante. Para el cristiano el dolor no puede ser tan solo una afección recibida psicológicamente, porque su actividad-amor está restaurada y fortalecida.

Uno de los mayores inconvenientes de la abdicación personal ante los dolores terrenos es la imposibilidad de abrirse a los dolores que tienen un motivo sobrenatural. Dice Hildebrand comentando el beati qui lugent, quoniam ipsi consolabantur: "Estas palabras significan un derramarse de la divina misericordia. A todos aquellos que sufren en este mundo terreno, los oprimidos, los desposeídos en sus derechos, los pobres, los enfermos, los solitarios, los tronchados por crueles desventuras, queda manifestado que el Valle de Lágrimas no es la realidad extrema, que después tiene que llegar el mundo auténtico, aquél en que Dios enjugará todas las lágrimas (...). Pero aquella bienaventuranza constituye, más allá de lo que acabamos de exponer, una referencia al valor de determinada actitud. Bienaventurados los que sienten la necesidad de redención, los que perciben claramente la disonancia del mundo caído en el pecado, que sienten como un gran peso la huella del pecado original (...). Ni el inconcebible presente de la encarnación de Dios, ni la redención por la muerte en la Cruz han eliminado totalmente del mundo terreno la separación de Dios (...) ya hemos llegado a participar en la vida de la Santísima Trinidad -pero no somos aún más que creyentes, no somos aún contempladores- (...) Quien no reciba una sensación dolorosa de esta relativa separación de Dios y no anhele contemplar a Dios de rostro a rostro, no anda aún lleno de aquel extremo Amor a Dios que hace exclamar a San Pablo: Desiderium habens dissolvi et esse cum Christo. Somos aún peregrinos que no saben si resistirán hasta el final, rodeados siempre de toda suerte de peligros (...). Pero aún desde otro punto de vista el dolor constituye una señal de elección. Bienaventurados los que sufren por las ofensas a Dios, por el hecho de que el amor sea tan poco querido. Quien ama verdaderamente a Dios y al prójimo no puede conocer sin sufrimiento que el mundo no haya reconocido a Dios, que tantos hombres permanezcan en la sombra de la muerte (...) ¿Y no negamos a Jesucristo innumerables veces, no le fallamos cada día setenta veces siete, no fueron nuestras culpas las que crucificaron a Jesucristo?

Quien vive tan absorbido por una vida feliz que deja intacto el multiforme padecer que le rodea, es un hombre superficial y sin corazón... A quien ama y en la medida en que en él el amor es algo vivo, pueden aplicarse aquellas palabras de San Pablo: ¿Quién se torna débil sin que yo me torne débil, quién se quema sin que yo me queme? Bienaventurados los que sufren de la disonancia del mundo, los que, por amor del prójimo, ayudan a sostener el agobiante peso de las calamidades de la tierra (...). La cruz como tal es en la vida del cristiano algo ineludible. El sufrimiento recibió de Jesucristo un sentido enteramente nuevo. Lo que antes de El era consecuencia del pecado original, fué ahora expiación y purificación fecundas, se convirtió en expresión de amor... Nadie sin aceptar su cruz puede seguir realmente a Jesucristo. En toda existencia de cristiano una cruz existe, y sólo aquel que la abraza en rendida disposición de ánimo, sólo aquel que la interpreta como una llamada de Dios y con ello termina el proceso de perecimiento de uno mismo, sólo él podrá transformarse en Jesucristo (...). Tratamos de escapar de la cruz. Y a veces lo conseguimos situando nuestra vida en un plano inferior, de suerte que nos volvemos menos exigentes y tratamos de apagar nuestra sed de felicidad con bienes de menor transcendencia. No es empresa fácil hallar todo el sabor de una cruz. Sólo aquel que vive partiendo de Jesucristo puede concebir una cruz verdadera... Ante todo, sólo él posee la capacidad de abrazar la cruz de tal manera que la cruz le sostenga. Sólo él puede hacerlo sin rebelarse, sin desesperarse, sin forzada resignación, con verdadera paz interior".

Así pues, el primer deber ante el dolor es la lucidez. Hay distintas clases de dolores, o si se prefiere, hay que saber en qué casos y de qué modo puede uno entregarse al dolor para vivirlo y en cuales otros es menester conservar la calma y la independencia. El hombre que sucumbiera indiscriminadamente al primer embate del sufrimiento, quedando sumido en la agitación o en el pesimismo, no sabría aprovecharlo en cristiano. El complejo de víctima, el "ahogarse en un vaso de agua", el dar una importancia primaria al dolor sentido, de tal modo que, en lugar de mirarlo desde la fe, el dolor tiña por completo nuestros estados de ánimo y determine una visión del mundo; todo esto es una ilegítima abdicación de nuestro armazón sobrenatural. Nuestra fe tiene que vencer al mundo y a sus dolores. La alegría no puede perderse porque está fundada en la irrupción de Dios en nuestra vida.

Ahora bien, la alegría cristiana no es artificial ni ilusa. No consiste tampoco en un estado de ánimo eufórico o dulce, que sólo puede alimentarse con un cierto tipo de cosas o de situaciones y que, por lo tanto, en el sufrimiento sólo podría conservarse negando su evidencia. La alegría cristiana no es un estado de ánimo sino un estado del ser, porque no se funda en nada de lo que nos acontece, en la fortuna o en la salud, sino en la activa misericordia de Dios, manifestada en Jesucristo y plenamente efectiva para nosotros: "In caritate perpetua dilexit nos Deus, ideo, exaltatus a terra, attraxit nos ad cor suum, miserans". Estamos colocados en Cristo, vivimos en función de El. Dios ha querido sacarnos de nuestra impotencia, y ha abierto la puerta de su intimidad -"Yo soy tu recompensa muy grande"-. Nada de lo que sobreviene es suficiente para borrar esta alegría, y que "para los que aman a Dios todo es para bien". Por muy alejado del hombre que esté el gozo sentido, si es que siente dolor y aflicción, lo nuclear de la alegría cristiana permanece, puesto que siempre, salvo que peque mortalmente, su ser está orientado hacia Dios. Es esta orientación polarizada la que funda el animoso combate contra la adversidad o la tentación -que también es dolor- y el arrojarse intrépida y amorosamente a las aguas del dolor, manteniendo en ellas siempre la proa enderezada hacia Jesucristo. Y con esto basta, junto con tener siempre a raya los pensamientos sombríos y conturbadores, o el desánimo psicológico, para la persistencia de la alegría cristiana.

Pero conviene huir en esta materia del esquematismo, de las soluciones sumarias que no tienen en cuenta la multiformidad y lo entrañable del dolor. No es correcto el paliativo o la componenda. Cuando hay que sufrir, hay que sufrir con todas las consecuencias.

La fortaleza, virtud cardinal, no es equivalente a la insensibilidad estoica ni a la estolidez. Lo que sí exige la fortaleza es la supresión de los acordes débiles, del acobardamiento, del egoísmo irritado y tembloroso, de la tiranía del instinto de conservación que obnubila las facultades superiores. Pero suprimidas todas estas impurezas, no por ello el hombre queda inmunizado contra el dolor. Se podría hablar de un estado de pureza del dolor, de un dolor quintaesenciado, desprovisto de la ganga psicológica equívoca y así dolor auténtico, honda y entrañablemente vivido. Se debe suprimir la sensiblería, es decir, en general, la queja de lo que hay en nosotros de banal y frívolo. Los egoísmos de pequeño burgués, la compasión tonta de nosotros mismos, el lírico lamento por la herida de los ideales y deseos egocéntricos y más o menos triviales; todo esto no es más que bambalina y no lo que debe aparecer y resonar bajo la presión del dolor. Pero hay una aflicción sincera y de buena ley, de hombre desarmado, que sufre ante el espectáculo de la verdad desconocida y traicionada, una aflicción que sin ser consciente de ello, es nostalgia de la armonía del paraíso. Es también la noble amargura de Tobías ciego, incapaz de ver la luz del sol. Matar la sensibilidad para este dolor es, seguramente, un atentado contra la naturaleza humana. El experimentado y desengañado, que no siente el choque y el contraste entre lo auténtico y la realidad circundante o propia, el que ha apagado su anhelar y no grita como San Pablo Infelix ego homo, quis me liberabit de corpore mortis huius, está, en realidad, embotado. Al fin y al cabo, el hombre, enterrado, caído, es de noble estirpe, y el dolor y la miseria no le son naturales.

Bien entendido, claro está, que el Cristianismo no es tan sólo un humanismo. Las reacciones naturales legítimas y expresivas ante el dolor, no culminan en sí mismas -como si pertenecieran a un orden que descansara en sí: el status naturae no existe; existe la naturaleza en el seno de un orden, de un status sobrenatural-, y su destino es ser subsumidas en la actitud cristiana. Además, cuando el hombre se pregunta por su ser, la naturaleza humana no aporta respuesta; en lo decisivo, la naturaleza es impotente. No obstante, naturaleza y sobrenaturaleza no se excluyen ni se oponen. Por eso, la queja natural ante el sufrimiento tiene un lugar en el cristiano, si bien no principal, sino secundario y subordinado.

Por último, unas indicaciones acerca del dolor ajeno. El cristiano no sufre solamente sus propios dolores sino también por los del prójimo. Es imposible desinteresarse o desentenderse de los demás. Sobre todo, la Iglesia es comunidad viva de goces y de sufrimientos. Al cristiano corresponde un puesto y una responsabilidad en ella y también en cualquier otro tipo de sociedad. Por eso, además de interesarse y compadecer -ya que ama-, ha de sentir el tirón de las caídas o de las inercias de los otros miembros. Un ambiente descristianizado, la incomprensión de los buenos, la marcha lenta de las cosas o los retardos en la conversión, los roces de distintas tendencias, la necesidad de cumplir tareas secundarias o de llenar huecos y funciones a que obliga la dolorosa deserción de los herejes, el desasistimiento en las iniciativas valiosas: todo esto puede ser motivo de sufrimientos, a los cuales es imposible sustraerse so pena de cometer un pecado contra la solidaridad humana cuando menos.

Dos soluciones son ilegítimas al respecto: la pretensión de volar solo y el conformismo o el acomodamiento. Si se evitan ambos escollos, el contorno social tensa el ánimo y la paciencia, purifica las intenciones y hace tomar cuerpo a los ideales, que de otro modo se desenfrenarían y vendrían a caer en la utopía y en el orgullo.

 

 

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